Ayer fue día del estudiante. Y por tal motivo, me puse a rememorar los años que pase metido en las aulas escolares.
Es la vida de estudiante una vida regalada. Pero no nos percatamos de ello hasta que superamos esa etapa, pues cuando la estamos cursando se nos hace eterna y fastidiosa. Bueno, lo de fastidiosa es en la inmensa mayoría de los casos, porque hay quienes dicen que en verdad disfrutaron el estar metidos entre cuatro paredes recibiendo lecciones de materias por demás disímbolas, algunas de ellas impartidas por personas sin vocación para la enseñanza.
En la época estudiantil, todo lo que tiene que hacer uno es estudiar y, por supuesto, que no lo hacemos bien. Aunque a veces, el que la escuela nos repulse se debe a que los profesores hacen tan difíciles y aburridas las clases que no te dan ganas de volverlos a escuchar.
En mi caso, como dijera Bernard Shaw: “Desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela”. Por comodidad de mis padres (pues vivíamos a una cuadra) cursé el kinder en el desaparecido Colegio La Luz, que desde aquellos ayeres era dirigido con mano férrea por la señorita Pilar Olivares, a la sazón amiga de mi madre desde la infancia.
Y no iba al colegio a aprender dizque “las primeras habilidades”. Iba a jugar. Pero por alguna extraña razón que nunca entendí el tiempo que nos daban para jugar era muy poco y querían que nos pasáramos las horas aplastados trabajando con plastilina, cartulinas y colores. ¡Qué absurdo! Si la fiesta estaba afuera en el patio de recreo.
Cuando se determinó que ya estaba listo para ingresar a primaria, la señorita Pilar, tratando de hacerme un bien, metió su cuchara e influyó en la decisión de mis padres y me inscribieron en la Pereyra, porque según ella los jesuitas eran los únicos que podrían medio enderezarme. A su juicio, mi temperamento retador, contestatario y rebelde requería rienda firme: “Para que este muchacho, que parece ‘La piel de Judas’, no se te vaya a echar a perder, Concha”, le dijo a mi madre, mi querida profesora.
Así fui a dar hasta la colonia Navarro, sólo que ahora ya no me llevaban al colegio, sino que tenía que tomar el camión que pasaba por la esquina de mi casa.
La Pereyra chica me encantó. Pero no porque la enseñanza y los profesores fueran distintos a los que había conocido, sino porque estaba instalada en un amplio edificio y al poco tiempo de haber llegado ahí construyeron una alberca de la que no queríamos salir en los días de verano.
El recreo seguía siendo la parte más divertida de las horas escolares, así como la convivencia con los nuevos amigos con los que poco a poco nos fuimos organizando en pandillas.
A pesar de la corta edad y quizás por el hecho de ser puros niños, durante los recreos organizábamos por nuestra cuenta y riesgo divertidísimo juegos que en no pocas veces terminaban en pleitos y hasta en batallas campales, como aquélla en la que de repente voló un pedazo de ladrillo y fue a pegarle, en la mera nuca, a uno de mis compañeros, que del patio fue trasladado de inmediato, en estado inconsciente, al hospital.
Todos quedamos impactados por el suceso y la pregunta que se repetía por todo el colegio era: ¿Quién fue? Yo estaba que no me calentaba ni el Sol, porque sabía quién lo había lanzado, pero también estaba consciente de que no había sido intencional, pues el ladrillo voló por los aires sin un destinatario específico y a aquel compañero le tocó la mala suerte de recibir el impacto.
A las pocas horas el culpable confesó y el director le decretó una expulsión de un mes que casi le cuesta el año. Después de unos meses, volvió al colegio el afectado y siempre tuve la impresión de que nunca quedó bien de sus sentidos.
Superada la odiosa primaria en la que yo pasé más tiempo expulsado del salón que dentro de él, ingresé a la secundaria ya con pretensiones de “joven mayor”, pero con las mismas deformaciones de origen que los jesuitas, para entonces, no habían podido corregir a pesar de su esfuerzo y prestigio en tales artes.
En secundaria y prepa, lo que le importa a la mayoría no es estudiar, sino las muchachas y las fiestas. Anda uno haciéndole al galán y al valiente.
Entre ir a platicar con las muchachas y trenzarnos en un pleito en algún solar cercano a la Pereyra grande, se pasaban los días y los años, hasta que en alguno de esos meses salía uno con algunas materias reprobadas. Entonces, nos aplicábamos un poquito más, pero una vez que medio enderezábamos el barco volvíamos a las andadas.
Ingresar a la universidad y concretamente a las tres veces heroica Facultad de Derecho de la UAC, fue toda una aventura, pues a ella llegamos gente de muy distintas instituciones de educación y por tanto con muy diversa formación. Pero lo más interesante: Había muchachas.
Claro está que para ese momento yo estaba plenamente consciente de que, muy posiblemente, el resto de mi vida iba a vivir de lo que ahí aprendiera y por tanto debía aplicarme seriamente a estudiar el derecho.
Creo haberlo hecho. Pero debo confesar que en buen número de materias, yo aprendí más en el café con mis amigos que ya eran abogados hechos y derechos, que en las aulas de la Facultad. Como también confieso que nos atraían mucho más las discusiones fuera de clase que las que se nos permitía dentro de ellas por razones de tiempo y tolerancia de los profesores.
No obstante mi mayor dedicación al aprendizaje del derecho, la calle me seguía jalando y las francachelas semanales eran parte de aquella etapa en la que el “bar Bonanza”, cercano a la Facultad, estaba lleno de libros de derecho empeñados por alumnos que, obnubilados por los humos del alcohol, no dudaban en dejarlos ahí con tal de tomarse unas copas más, pero no sin antes jurar y perjurar que en unos días regresarían por ellos. Algunos nunca regresaron.
Muchas vivencias y anécdotas se quedan en el tintero por falta de espacio. Pero lo que es una verdad de a kilo, es que la vida de estudiante es una vida regalada. ¿O no?