Nadie supo exactamente cuántos llegaron. Según las autoridades fueron alrededor de 50 mil, pero algunos noticieros y agencias mencionaron más de cien mil manifestantes. Increíble, pero cierto. Nueva York, la capital financiera del imperio norteamericano, reunió la semana pasada a tal multitud de trabajadores migrantes, todos ellos o cuando menos la gran mayoría, en su carácter de indocumentados.
Lo que hubiera sido una romería para los agentes de la Border Patrol en cualquier punto de la frontera con México, allá en el ombligo comercial estadounidense se convirtió en un problema incómodo, en una pesadilla para las autoridades y para los líderes políticos que no supieron cómo reaccionar.
Los protestantes venían de todos los rincones de la urbe neoyorquina y para unirse a la llamada marcha de los “trabajadores inmigrantes por la libertad” que pasó por Washington unos días antes.
Ahí llegaron el miércoles de la semana pasada en decenas de autobuses que ocuparon las calles del primer cuadro de la bella capital yanqui. Los había con placas de Texas, de Washington, Arizona, California y Nuevo México. Algunos eran de lujo con baños privados y todo alfombrado, otros eran de batalla, sencillos, sin alardes como los camiones escolares. Pero ahí estaban los cientos de inmigrantes, la gran mayoría de origen mexicano que contra la costumbre se decidieron a luchar abiertamente por sus derechos humanos, laborales y sociales.
“Sí se puede”, era el grito que coreaban miles de los migrantes durante una reunión pública con el senador Edward Kennedy y otros legisladores demócratas, quienes mostraron simpatía y respaldo a su causa.
La gran marcha fue comparada por algunos analistas con la lucha masiva que realizaron en 1961 los activistas pro-derechos civiles para combatir la segregación racial en aquellos años cuando los hombres de color eran considerados en Estados Unidos personas de segunda y tercera categoría.
Y lamentablemente los migrantes extranjeros, en particular los de origen latino, sufren vejaciones iguales o peores a las que vivieron los negros en las décadas de los cincuenta y los sesenta.
Los autobuses con sus aguerridos pasajeros siguieron con rumbo a Nueva York en donde el sábado protagonizaron una gran manifestación para protestar por el trato inhumano en contra de los trabajadores ilegales.
Igual ondeaban banderas de Estados Unidos como de México, El Salvador, Colombia, Brasil, Guatemala y Ecuador. Unos llevaban pancartas exigiendo amnistía para los migrantes, otros crucifijos para recordar los miles de ilegales muertos en los desiertos de la frontera con nuestro país.
No faltaron las voces que ofrecieron aliento y esperanza a estos inmigrantes que por buscar un trabajo digno y un mejor nivel de vida son perseguidos y maltratados. “Todos son hijos e hijas del Padre que está en los Cielos”, diría el cardenal Edward Egan a la multitud. Ni en Washington ni en Nueva York las autoridades migratorias se atrevieron a echar a perder la fiesta a los protestantes. Al contrario les ofrecieron seguridad y vigilancia para evitar desmanes o agresiones en contra de ellos.
Sólo en Texas se registró un incidente en un retén de la Patrulla Fronteriza que detuvo por cuatro horas a dos autobuses que viajaban con rumbo a Washington. Fueron liberados luego de que los oficiales prefirieron ser tolerantes a cargar con el escándalo nacional en que se hubiera convertido el arresto masivo de ilegales. Es interesante saber la fuente de financiamiento de esta marcha por 46 estados y que registró diferentes mítines en 105 ciudades.
Nada menos que los sindicatos de la AFL-CIO, la poderosa central obrera norteamericana, facilitaron los recursos para esta movilización nacional con el propósito de apoyar a los migrantes en sus demandas por la importancia que representan en el mundo laboral. Hasta el año 2000 los sindicatos norteamericanos respaldaban las iniciativas en contra de los ilegales, pero ahora apoyan sus derechos y demandas. Los migrantes son una fuerza política clave para los partidos y centrales, además con sus salarios contribuyen a los programas sindicales.
Mientras en Washington los partidos debaten sobre los pros y contras de lanzar otra amnistía para indocumentados similar a la de 1986, en los parques, calles y centros de trabajo de Estados Unidos cada día es más notoria la presencia de trabajadores indocumentados. Hay dos propuestas de ley que rondan el Congreso norteamericano. Una de ellas contempla la posibilidad de revivir el programa de trabajadores agrícolas para importar mano de obra al tiempo que se daría residencia permanente a los jornaleros que ya viven en el vecino país. La segunda contempla la posibilidad de dar residencia permanente a los hijos de ilegales menores de 16 años de edad que hayan residido por cinco años o más en Estados Unidos. Pero las posibilidades reales de aprobar una amnistía como sucedió en 1986 son por demás remotas. De ahí que por algo la realidad está superando a la legalidad. Por los más diversos caminos los migrantes llegan a Norteamérica, encuentran trabajo, se establecen y consiguen progresar.
Ya decidieron dar la cara y exigir respeto a sus derechos laborales, pronto demandarán ciudadanía, acceso al voto e irán por todo en política. Será cuestión de tiempo para que los ilegales, en especial los latinos, sean una fuerza política organizada y numerosa, en ese momento la amnistía quedará a la vuelta de la esquina.
El autor es licenciado en Comunicación por la Universidad Iberoamericana con maestría en Administración de Empresas en la Universidad Estatal de San Diego. Comentarios a josahealy@hotmail.com