La inflación en las naciones desarrolladas es particularmente baja, inferior en muchos casos al dos por ciento, mientras que en Japón y Hong Kong los precios disminuyen. La semana pasada señalé que en ese contexto las autoridades económicas de las principales economías temen caer en deflación.
Estamos tan acostumbrados al crecimiento de los precios que nos resulta difícil imaginar su caída persistente. No obstante, desde una perspectiva histórica, los períodos inflacionarios son por mucho un fenómeno de la segunda mitad del siglo veinte.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, la deflación era tan común como la inflación. Los datos históricos muestran que en ausencia de conflictos bélicos, sequías y otros desastres naturales que generaban presiones inflacionarias, los precios eran tan propensos a subir como a bajar. El nivel general de precios en Inglaterra y Estados Unidos, por ejemplo, era virtualmente el mismo en 1700 que en 1900.
La deflación no debe confundirse con una reducción en la tasa de inflación o con una disminución de precios en un sector económico. Las bajas de precios en sectores específicos se deben, en ocasiones, a un incremento de la productividad. En este caso, los precios menores elevan el poder de compra de las personas y son compatibles con el crecimiento económico.
En los últimos 30 años del siglo XIX, por ejemplo, los precios al consumidor cayeron en casi la mitad en Estados Unidos, a medida que la expansión del ferrocarril y los avances tecnológicos abarataron los procesos productivos. En ese período el PIB real creció en más del cuatro por ciento anual. Es evidente que eso, aunque técnicamente es deflación, no es lo que preocupa actualmente a las autoridades económicas mundiales.
La deflación es un problema serio cuando se debe a un colapso tan severo de la demanda de los consumidores, que los productores tienen que reducir precios repetidamente para vender sus mercancías. Los efectos económicos de un episodio deflacionario, en su mayor parte, son similares a los de cualquier contracción pronunciada en el gasto agregado, esto es, recesión, desempleo y complicaciones financieras.
La deflación, entonces, es más peligrosa que la inflación cuando, como en la Gran Depresión de los años 30, se debe a una caída pronunciada en la demanda en conjunto con un exceso de capacidad productiva. En ese entonces, el índice de precios al consumidor en Estados Unidos cayó 24 por ciento de agosto de 1929 a marzo de 1933. Esta caída se acompañó de una disminución del PIB real de casi 30 por ciento. Una deflación de esta naturaleza puede ser bastante más dañina que una inflación galopante, porque crea una espiral viciosa de la cual es difícil escapar.
La expectativa de que los precios serán más bajos mañana hace que los consumidores pospongan sus compras, forzando a las empresas a reducir sus precios aún más. La caída de los precios también incrementa las tasas reales de interés y eleva la carga real de la deuda de las empresas, mientras que no eleva su capacidad para atenderla, llevando a quiebras y cierres de bancos. Esto hace a la deflación particularmente peligrosa para las economías que tienen grandes cantidades de deuda empresarial y un sistema financiero endeble.
En consecuencia, es mejor prevenir la deflación que tratar de curarla. De acuerdo a un estudio reciente del Fondo Monetario Internacional que sirvió de apoyo para esta columna (?Deflation: Determinants, Risks, and Policy Options-Findings of an Interdepartmental Task Force? abril 2003), las presiones deflacionarias actuales no son lo suficientemente fuertes como para llevar a una deflación mundial. Por otra parte, Estados Unidos está en mejor posición de prevenirla que Alemania, donde la apreciación del euro la puede exacerbar.
Este estudio considera que la economía de Estados Unidos tiene un riesgo bajo de caer en deflación porque está adoptando medidas que hacen remota su aparición. Esta opinión se basa en la fortaleza de su sector financiero, la flexibilidad de sus mercados laborales, una política monetaria laxa, estímulos fiscales, gasto público deficitario, así como en la depreciación reciente del dólar, que ayuda a sus exportaciones y hace más remoto que se enraícen las expectativas deflacionarias. Existe, además, la disposición explicita de sus autoridades para actuar con medidas de todo tipo para prevenir y, en un caso extremo, revertir la deflación.
Esto último lo confirmó Greenspan el martes tres de junio, cuando aseveró que consideraba muy remota la posibilidad de un período de deflación en Estados Unidos y que haría lo necesario para impedirlo, dejando entrever una posible reducción adicional de las tasas en la reunión programada para el 24 y 25 de este mes.
En última instancia, no debemos olvidar que si la deflación se presenta, todos los países cuentan con las herramientas para acabarla. En un régimen de dinero fiduciario, un banco central siempre es capaz de crear cantidades ilimitadas de dinero para elevar los precios, aun cuando la tasa de interés nominal de corto plazo sea cero.
Esperemos, sin embargo, que no se llegue a esa situación, porque en la práctica los bancos centrales modernos nunca se han encontrado en la posición de inyectar dinero para erradicar la deflación y carecen de experiencia para calibrar sus efectos económicos de corto y largo plazo. Confiemos, por tanto, que ese riesgo no sólo sea bajo como señala el estudio del FMI y lo declaró Greenspan, sino que tienda a desaparecer en los meses siguientes y sea sustituido por un proceso franco de recuperación económica.
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