“Diles que dije algo interesante” aseguran que balbuceó Francisco Villa momentos antes de morir, luego de ser emboscado y acribillado en Hidalgo del Parral, en 1923. Desde años antes, Villa vivía políticamente retirado, luego de ser derrotado por Obregón y Calles en 1915 y perseguido por la expedición punitiva de Pershing en 1916. No obstante los años que pasó en retiro, todo indica que Villa fue incapaz de dar con las palabras “de bronce” con las que pudiera ser recordado en la posteridad. Por negligencia o incapacidad tuvo que dejar en manos de sus verdugos tan distinguida responsabilidad. De lo que no hay duda es de la conciencia histórica que el héroe poseía de sí mismo. Sin este cuatrero ascendido a general por las circunstancias, la Revolución Mexicana habría sido distinta. Lo cual lleva a preguntarnos sobre el papel decisivo que tienen los personajes “que hacen la historia”.
Nadie puede negar la importancia que tiene el azar y el capricho de unos cuantos en el destino de todos. Muy probablemente Inglaterra sería hoy un país católico si Enrique VIII hubiese sido dotado del don de la continencia. Pero no fue el caso; deseoso de cambiar de mujer y convencido de que su matrimonio con Catalina era infecundo, pidió al Papa la anulación con el propósito de contraer nuevas nupcias. Para su desgracia, la reina era tía de Carlos V, el rey más poderoso de la cristiandad; alguien que no estaba dispuesto a recibir tal afrenta familiar. El Papa, un mago de la geopolítica, no tuvo más remedio que negar la petición de Enrique VIII. Y éste, a pesar de que había criticado las doctrinas de Lutero en el pasado, simple y sencillamente decidió fundar para sí mismo y para todos los ingleses la Iglesia Anglicana, a cuya cabeza habría un rey y no un eclesiástico. La historia de Europa y de millones de personas cambió para siempre a partir de este hecho.
El tema puede parecer frívolo pero no lo es. Algún historiador ha documentado los cambios dramáticos que se dieron en el mundo antiguo por las decisiones que tomaron Julio César y Marco Antonio, líderes del imperio romano, al caer subyugados por la belleza exótica de Cleopatra. Invadieron Egipto, quitaron y movieron autoridades, y terminaron modificando el destino del gigante africano. Una región en la que los romanos habrían pasado de largo si sus líderes no hubiesen sido presa de la pasión por su reina.
Los motivos de Bush para iniciar una guerra en contra de Iraq son menos románticos pero igualmente frívolos. Desde luego que detrás de este impulso se encuentra un haz de razones económicas y políticas. El control por el petróleo es una de ellas; la necesidad de dinamizar la poderosa industria de la guerra es otra; la presión del Pentágono para justificar sus elevados presupuestos se añade a la anterior; y la exigencia de consolidar un liderazgo para obtener la reelección presidencial seguramente forma parte de la explicación.
En otras palabras, hay intereses poderosos, constantes y sonantes, que se beneficiarían de una guerra en Oriente Medio. Lo que no hay es el pretexto. El viernes pasado los inspectores de la ONU que investigan el armamento en Iraq aseguraron que hasta el momento no hay rastro de material nuclear en ese país. Tampoco se ha podido comprobar algún vínculo o soporte del gobierno iraquí para Al-Queda, y mucho menos una participación directa o indirecta en algún atentado en contra de Estados Unidos.
Mientras no pueda comprobarse que el régimen de Saddam Hussein constituye una amenaza para la existencia de sus vecinos y representa un potencial agresor de los intereses norteamericanos, la justificación para la guerra tiene que montarse sobre argumentos morales muy subjetivos. La metáfora del “Eje del Mal” resulta útil para encender los ánimos de la galera, pero irrelevante en materia de geopolítica, y absurda para los códigos que rigen las relaciones entre los Estados Modernos. Sin duda, Hussein es un dictador de la peor ralea, pero hacerle la guerra simplemente por esos motivos (a él, a su ejército y, en última instancia, a su pueblo) significaría emprender guerras similares con docenas de países en África, en Asia y en varias ex repúblicas soviéticas, en donde rigen gobernantes tan deleznables o más que el propio Hussein.
De lo que no hay duda es que una guerra en contra de Iraq producirá una gran cantidad de miseria humana. Muchas vidas quedarán cercenadas, otras cambiarán para siempre producto de las batallas y sus secuelas. Miles de hijos crecerán sin padres y seguramente algún turista sueco o alemán, sin relación con el asunto, morirá meses o años más tarde a manos de uno de los muchos movimientos terroristas que surgirán en el mundo árabe como resultado de la rabia por una guerra inexplicable y arbitraria.
A falta de pretextos, Bush tendrá que desencadenar la guerra simple y llanamente por sus fobias y filias personales y de aquellos de quienes se rodea. Una vez más, y contra toda lógica, la historia de millones de personas sufrirá un vuelco por motivos que están más emparentados con el diván de psiquiatría que con el interés de los pueblos. La nariz de Cleopatra, la concupiscencia de Enrique VIII y la tozudez ignorante de Bush convertidos en motores de la historia. (jzepeda52@aol.com)