AMOR AL TERRUÑO
Por Moisés Rodríguez Escobedo
De vez en cuando es necesario inyectar optimismo a la querencia del solar nativo para mantenerla fresca y rozagante.
Un modo infalible –al menos para mí- para acurrucar mis sentimientos en el tibio pecho del poblado que me vio nacer, es hilvanar situaciones antiguas con sucesos actuales.
No me importa que el Profesor X afirme que mi método es un descarado masoquismo.
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Como en una película en blanco y negro, me veo con un vaso de peltre en la mano, arrastrándome a gatas hasta la base de madera que sostiene la tinaja y golpeo la madera para indicarle a mi madre que tengo sed, ella llena el vaso en la serenada agua, que el día anterior nos trajo don Lupe “El Pipero” desde La Pompa y bebo aquella agua, sin despegarme del vaso hasta que lo siento vacío.
Hoy, cuando tengo sed, busco un vaso de plástico y lo lleno en la llave con una agua que no es de La Pompa, es una agua que nos llega por unos tubos de asbesto desde el cerro de Las Noas, es una agua pesada con sabor a fierro, no es como el agua dulce que bebía engolosinado cuando niño.
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Hace muchos años, recorrí a golpe de calcetín la distancia que separa a Matamoros del Entronque de Congregación Hidalgo, apenas empezaba la caminata cuando me topé con una sinuosa muralla de pinabetes que cruzaba la carretera: “aquí es La Escondida”, me dije. A la altura de Benavides, vi una noria que arrojaba un cristalino chorro de agua que primero caía en una pila para luego salir por una acequia encementada donde unas mujeres alineaban sus lavaderos de lámina. Más adelante, una vieja bodega de adobe y otra noria, “creo que aquí es ‘La Niña’ ”, pensé. La carretera seguía partiendo en dos la tierra ejidal y cerca de mí, el somnoliento avance de un carro de mulas que llevaba campesinos a las labores. Tierra y más tierra ejidal que se extendía hasta los cerros del norte. Luego “El Edén de don Aurelio” y “Carolinas de los Guerrero”. Al fin llegué al “Tajo del Chicharrón”.
Hace días volví a recorrer la distancia que separa a Matamoros del Entronque de Congregación Hidalgo y me llené de confusión al ver que el viejo y conocido paisaje estaba transformado. Ya no estaban las parcelas ejidales, ni las norias, ni los remolques, ni los campesinos, ni las mujeres lavanderas, en su lugar había modernas entradas a ranchos lecheros, fincas campestres, subestaciones eléctricas como hongos, alambradas de púas, antenas parabólicas, lujosas camionetas doble cabina, suburbans, caminos privados asfaltados y una loca idea me asaltó: “Estoy en un condado de Texas”.
Ante aquel cambio en el paisaje y en la propiedad, a lo único que atiné fue a hacerle al filósofo de rancho:
-“La vida es una rueda de la fortuna: Unos están arriba y otros están abajo, al girar la rueda, los que estaban arriba, bajan y los que estaban abajo, suben. Antes del reparto agrario estas tierras eran de los españoles, Tata Lázaro decretó la expropiación y los peones se convirtieron en propietarios, Salinas de Gortari autorizó la venta del ejido y los españoles compraron a precios de hambre sus antiguas tierras. Hoy los campesinos están alquilados como veladores, vigilantes, pastureros, ordeñadores y jardineros en las tierras que fueron de su propiedad”.
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El programa radiofónico “La mano peluda” sería lo más apropiado para lo siguiente:
Roberto Cantoral, poseído por la inspiración, tomó papel y lápiz e inició la escritura de su bolero inmortal:
-“Reloj no marques las horas porque mi vida se acaba.....”
Y súbitamente quedó acalambrado el reloj público de Matamoros de la Laguna, Coahuila.
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Qué falta de respeto para sus canas. Qué groseros con los adultos de la tercera edad.
“Los ventiladores”, “Los enchilados”.
Así bautizó la irrespetuosa y grosera raza de bronce a los jubilados que acostumbran sombrearse en el jardín municipal “Benito Juárez”.