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¡Y aquí estamos!/Addenda

Germán Froto y Madariaga

El presidente Vicente Fox estaba por entrar al quirófano cuando, dada la polémica que se desató y por mera curiosidad jurídica, me senté a repasar la ficha sobre los artículos 84 y 85 constitucionales, a fin de recordar las distintas categorías de presidentes: Provisional, interino y sustituto.

Rápidamente, se sumergí en los textos de Ignacio Burgoa, Tena Ramírez, Jorge Carpizo, Arteaga Nava, Feliciano Calzada y en el diario de los debates del Constituyente de Querétaro.

El tema se dilucidaba tan simplemente que entre jueves y viernes, los editorialistas diarios ya lo habían agotado y no dejaban lugar a dudas: Si el presidente no pide licencia, ni la Comisión Permanente del Congreso, ni éste, funcionando en pleno, pueden actuar.

Por lo demás, era como si Fox se hubiera echado la vaca y, atacado de una fiaca invencible, permaneciera en su casa dormido.

A lo más que llegué, y resulta interesante, fue a precisar que el artículo 85 constitucional, que contempla las faltas temporales del presidente de la República, fue aprobado en la cuadragésima novena sesión del Constituyente, celebrada el 18 de enero de 1917, sin discusión y por unanimidad de 142 votos.

Claro está, que ante la novedad del caso (porque antes los presidentes supuestamente ni se enfermaban ni se sometían a operaciones quirúrgicas), no faltaron los que, como Burgoa, engolando la voz y con tono doctoral declararon que al no solicitar licencia, Fox estaba violando la Constitución, lo que en el peor de los casos implica que la interpretación de este precepto, que seguramente le transmitieron sus asesores, era distinta a la de algunos otros juristas. Pero de ahí, no pasaba el asunto.

Así que, agradeciendo que el incidente me haya llevado a estudiar de nuevo ese tema específico del apasionante Derecho Constitucional, le di vuelta a la hoja y me enfoqué en un tema mucho más sencillo y entretenido.

Por la internet me llegan, como a otros, muchas cosas interesantes. A veces, como fue el caso, un mismo escrito me es enviado simultáneamente desde diversos puntos del mundo de habla hispana, lo cual no deja de asombrarme.

Por esa vía me encontré con un escrito titulado: “¿Qué hicimos para sobrevivir?”, en el que se mencionan algunos ejemplos de la forma en que vivimos y crecimos quienes nacimos en las décadas de los cuarenta, cincuenta y sesenta.

Esos puntos de reflexión y otros más que se me fueron ocurriendo en el camino, son los que forman parte del presente análisis que no por somero deja de ser verdadero.

En aquellos años, se asienta en el escrito, viajábamos en automóviles que no tenían cinturones de seguridad ni bolsas de aire, no obstante lo cual, era más fácil sobrevivir a un accidente de tránsito.

Pero, entre otros factores, el hecho obedecía a que no había tantos automóviles en circulación y los coches estaban hechos de materiales fuertes y resistentes. Parecía que circulaba uno adentro de un tanque de guerra y, por lo mismo, no desarrollaban altas velocidades.

Recuerdo un par de accidentes sufridos por algunos conocidos nuestros, en los que el automóvil fue a impactarse con algún poste de la luz y salió más costoso cubrir los daños a la CFE, que arreglar los desperfectos del vehículo.

En cambio ahora, he visto accidentes en que se destrozan los automóviles por impactarse contra un árbol de mediana edad y a éste no le pasa nada. Y es que hoy en día los coches los hacen de plástico, no obstante lo cual corren como alma que lleva el diablo.

Nuestras cunas, dice el escrito, estaban pintadas con brillantes colores de pinturas hechas a base de plomo, los cuales mordíamos y chupábamos con singular alegría. Comíamos gis y cal de las paredes, a pesar de lo cual no nos enfermábamos gravemente.

Recuerdo que en el barrio de la Degollado, éramos muy afectos a jugar con botes de Royal, a los que les hacíamos una pequeña perforación en la base y los colocábamos boca abajo, poniendo antes dentro de ellos una piedra de carburo que comprábamos en las tlapalerías, y luego, después de esperar unos minutos a que gasificara, les acercábamos la llama de un cerillo y el bote salía disparado y se elevaba a grandes alturas.

Pero en todo ese proceso, aspirábamos el gas del carburo y nunca nos sucedió nada.

Las medicinas no tenía tapas de seguridad y no faltaban estúpidos que se llegaron a echar un buen trago de DDT. Recuerdo que uno de ellos, después de haber ingerido ese insecticida, a pregunta expresa de su padre que le decía: “¿Qué sientes? ¿Qué sientes?”, el niño le respondía burlón: “Lo que sienten las pulgas y las chinches”.

Nos encantaba “colearnos” de los coches, subiéndonos a la defensa trasera y a los pocos metros nos bajábamos saltando a la calle, por lo que a veces caíamos rodando por el pavimento y nos raspábamos brazos, codos y piernas.

En la casa se contaba la anécdota del día en que Ricardo, mi hermano, hizo eso en un coche que pasaba por el barrio, pero al no poderse bajar de la defensa, le comenzó a gritar al conductor: “Párese señor. Párese señorcito”, hasta que se encabritó y con gran desesperación le gritaba a voz en cuello: “Parece viejo idiota”; cuando que el baboso había sido él por andar haciéndole al valiente.

Salíamos a mojarnos en la lluvia, a jugar en los charcos de agua sucia y bebíamos agua de las llaves y mangueras. Los niños de hoy, si no beben agua embotellada, creen que se van a morir.

Jugábamos también, en plena calle, con los carritos de valeros, las bicicletas y los patines, y al mismo tiempo “toreábamos” los coches. Nos subíamos a las azoteas y construíamos trapecios en las ramas de los árboles de los que nos colgábamos como viles changos y no faltó quién se cayera y descalabrara o se sofocara por haberse caído de espaldas.

Esos y muchos otros riesgos más, corríamos a diario quienes crecimos en aquellas décadas, no obstante lo cual, AQUÍ ESTAMOS. Sobrevivimos a todo aquello que hoy horroriza a las madres e inhibe a los niños.

Debió de haber sido así, porque en aquel entonces, los Ángeles de la Guarda, sí desquitaban su chamba.

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