Es por demás. La tentación es mucha, y resulta difícil resistirla, especialmente cuando la censura del Pentágono y la histeria del Ministerio de Información iraquí hacen más densa lo que Clausewitz (generalmente tan mal citado) llamó “la niebla de la guerra”; y por ello resulta difícil saber realmente qué rayos ocurre en el terreno. Entonces, para llenar espacio y tiempo, se recurre a los paralelismos históricos. “Esto va a ser como la batalla fulana”; o “los sucesos se parecen a tal situación de la guerra zutana”. El problema es que tan fácil salida suele confundir más de lo que ilustra... básicamente porque, con tal de encontrar los parecidos, se forzan las comparaciones a niveles caricaturescos.
Pongamos por ejemplo lo que ocurre en estos momentos con la embestida sobre Bagdad por parte del ejército norteamericano (los británicos y australianos se han concretado a rodear Basra, a unos 500 kilómetros de distancia). En varios lados he oído y leído comparaciones con la batalla de Stalingrado, la que hizo retemblar en sus centros la Tierra durante cinco meses de 1942 y 1943, y constituye uno de los puntos críticos (o el más crítico) de la Segunda Guerra Mundial. Quizá este paralelismo lo haya originado, de hecho, el mismísimo Saddam Hussein. El mostachón tirano es ferviente admirador de Stalin, de manera que el buscar algún parecido con las hazañas de su héroe sería para él algo natural. El problema es que Bagdad difícilmente será Stalingrado. Y para entender por qué, primero veamos qué pasó ahí hace sesenta años. Lo que sigue es un extracto del libro de un servidor sobre el siglo XX, de próxima, esperada, futura, redimible publicación:
Dado que Hitler no pudo noquear a la URSS en 1941, cuando la atacó “por sorpresa” (aunque esa ofensiva estuvo más avisada que la llegada de María Boquitas), decidió hacerle la lucha al año siguiente, concentrándose en el flanco sur. El objetivo era Grozny (ciudad salada si las hay), el Cáucaso y el petróleo del Mar Caspio. Para proteger el principal empuje alemán, una posición de apoyo importante (pero no vital) era la ciudad industrial de Stalingrado (así llamada en honor de ya-saben-quién), en las orillas del Volga. Aunque relativamente importante, su captura no era fundamental ni mucho menos para la conquista de los objetivos principales de la campaña. Por ello, cuando el VI Ejército alemán bajo el mando del general Ernst Von Paulus encontró fuerte resistencia en los alrededores de la ciudad, éste ordenó una discreta retirada... a lo que Hitler se opuso de manera rotunda. Ordenó directamente a Von Paulus que de ahí en delante, la caída de Stalingrado sería su prioridad fundamental: Hitler quería bailar La Bamba (u otro zapateado semejante) en la ciudad bautizada como su odiado rival. A ese efecto deberían dedicarse las fuerzas (y las vidas de los soldados) del VI Ejército.
A su vez, Stalin ordenó que su ciudad fuera defendida costara lo que costara. El choque de dos ejércitos enormes, en una ciudad mediana, y sin objetivos estratégicos reales (excepto la captura misma del casco urbano) resultó de una brutalidad impresionante. Antes de la batalla, Stalingrado tenía unos 850,000 habitantes. Dentro de su perímetro y en la periferia pelearon aproximadamente la misma cantidad de soldados alemanes y soviéticos: imaginemos una ciudad como Torreón en la que todos los habitantes están matándose unos a otros (sí, como un sábado en la noche... en Torreón), peleando por cada casa, cada habitación: esa fue la batalla de Stalingrado.
Lo de pelear por cada habitación no es exagerado: si el mapa de campaña del VI Ejército (unos 300,000 hombres) era el de la ciudad, el de un batallón con frecuencia era el de un par de manzanas, con cuartos, sótanos y áticos claramente señalados. En ocasiones la conquista de una recámara y una sala era festejado a todo lo que daba. Los alemanes medían su avance en metros, los soviéticos su defensa en miles de muertos por impedir que cayeran esos metros. La película “Enemy at the Gates” retrata fielmente el infierno que fue aquello.
A principios de noviembre de 1942 los alemanes estaban a unos 250 metros del Volga (la línea germana estaba en el bulevar Constitución, y el Nazas era el Volga... aunque allá los ríos tienen la curiosa costumbre de llevar agua): todo lo que permanecía en poder de los soviéticos era un conjunto industrial y un par de fábricas. De hecho, el imprudente Goebbels anunció que Stalingrado ya había caído en manos alemanas. Y entonces sobrevino la catástrofe para Von Paulus y sus hombres.
El que mucho abarca, poco aprieta, y la cuerda se rompe por lo más delgado. Durante su ofensiva hacia el Cáucaso, la Wermacht (Ejército alemán) había estirado demasiado el frente. Peor aún, con la absurda lucha casa por casa en Stalingrado, un enorme contingente estaba concentrado en un área muy pequeña, en lugar de cubrir una porción muchísimo mayor del mismo. Para cubrir esos huecos, Hitler echó mano de las tropas de sus aliados: las suponía de calidad similar a las soviéticas, a las que nunca apreció mucho que digamos, a pesar de las palizas que le pusieron. Así, en las afueras de Stalingrado, cubriendo ambos flancos del VI Ejército, se hallaban tropas rumanas, mal entrenadas y con escasa moral de combate. Esto lo detectó el espionaje soviético, y el 18 de noviembre los rusos lanzaron una furiosa ofensiva al norte y al sur de Stalingrado. Los rumanos se derrumbaron de manera casi inmediata. El peligro era evidente: los soviéticos estaban realizando una maniobra de pinzas, que no tardarían en cerrarse por detrás del VI Ejército, dejando a casi 300,000 hombres rodeados... justo cuando el invierno estaba empezando. Von Paulus clamó por la retirada, cuando aún había tiempo. Hitler no sólo lo ignoró, sino que le reclamó airadamente por no haber tomado aún la ciudad. Sobre el problema de quedar sitiado, le dijo que no se preocupara: tenían mejor equipo de invierno que el año anterior (lo cuál no era mucho decir) y la Luftwaffe (aviación militar) los abastecería por aire. Llegada la primavera, el sitio se rompería y a ver si entonces Von Paulus por fin le hacía al Führer el regalo que éste se hallaba esperando con ansia: la ciudad de Stalingrado.
Que Hitler pensara todavía en realizar un desfile triunfal por entre las ruinas de la ciudad de su Némesis nos habla de su nulo sentido de la realidad. Pero que el Alto Mando le haya hecho caso sin chistar, y haya permitido que quedara sitiado un magnífico ejército, irremplazable para todo propósito práctico, también nos habla del miedo cerval que los orgullosos militares prusianos le tenían al Cabo.
Nadie osó levantar una voz en defensa del VI Ejército. Nadie se atrevió a decirle al Führer que estaba condenando a muerte a una pieza fundamental del esfuerzo de guerra alemán. Mucho menos dijo nadie que aquél era un sacrificio inútil y una supina estupidez. Así, Von Paulus se atrincheró en la ciudad, preparándose a soportar lo peor, y hasta la primavera. No lo logró. La verdad, aguantar más de 70 días rodeado por todos lados y en pleno invierno, fue mucho más de lo que se le podía humanamente exigir a cualquier unidad militar. La Luftwaffe nunca pudo con el paquete de abastecer por aire a sus camaradas: también eso era parte de los delirios de Hitler, alimentados irresponsablemente por el fanfarrón Goering. Cuando a fines de enero de 1943 Von Paulus insinuó que se rendiría para evitarle más miserias a su gente, la respuesta del Führer fue enviarle por avión (uno de los últimos que pudieron aterrizar en la ciudad sitiada) un bastón de mariscal de campo: lo ascendía en plena debacle; pero la promoción llevaba jiribilla: Hitler y Von Paulus sabían que ningún mariscal alemán se había rendido en el último siglo y medio. El mensaje era claro: si tenía noción de la vergüenza histórica, Von Paulus seguiría peleando.
Claro que, a la hora de la verdad, hay otro sentido de la vergüenza más importante: el de no sacrificar en vano las vidas de los subalternos. Las rabietas de Hitler y el bastón de mariscal le importaron muy poco a Von Paulus: el dos de febrero de 1943, se rindió con lo que restaba del VI Ejército.
Los militares alemanes sabían que aquello era una catástrofe fuera de toda proporción. No sólo se habían perdido más de un cuarto de millón de los mejores soldados del Reich; no sólo éstos eran virtualmente irremplazables; y no sólo se había desplomado para siempre la aureola de invencibilidad del ejército alemán; sino que todo ello había sido en vano: aquel sacrificio no había sido realizado para nada que valiera la pena: había sido el capricho personal del Führer (y la cobardía de los militares para enfrentarlo) lo que había provocado el desastre. Los generales prusianos detestaron todavía más al Cabo; pronto empezarían a complotar para eliminarlo.
La batalla de Stalingrado y su final son el gozne de la Segunda Guerra Mundial. Se puede afirmar sin empacho que, antes de ella, Alemania no conoció rival: todo fueron avances para la Wermacht. Pero después de ella, Alemania sólo vería derrotas y retrocesos: no volvió a ganar un kilómetro de terreno, y el resto de la guerra se la pasó en reversa. Por ello el simbolismo de Stalingrado es tan fuerte: marcó el principio del fin del III Reich.
Hasta ahí la cita. Veamos rápidamente las diferencias:
Los americanos han conservado Bagdad casi intacta para evitar bajas civiles, pero también para que las ruinas no se conviertan en posiciones defensivas, como ocurrió precisamente en Stalingrado, en donde el bombardeo alemán hizo talco la ciudad, y propició ese tipo de defensa.
Los americanos pueden rehuir una batalla urbana durante buen rato, dado que les será posible cercar Bagdad... lo que los alemanes nunca pudieron hacer con Stalingrado.
Lo que acabó al VI Ejército de Von Paulus no fue la lucha urbana, sino que fue sitiado debido a la tozudez de Hitler, las enormes reservas humanas soviéticas y la escasa calidad de las tropas que acompañaban a los alemanes. En el caso presente, cualquier contraataque iraquí (si es que pueden orquestar alguno, lo que dudo) está destinado al fracaso; y el poder de fuego está aplastantemente a favor del atacante, no del defensor.
Por último, Bagdad en sí misma no es un objetivo, como lo era Stalingrado. “Decapitar” (eufemísticos, los gringos) el régimen de Saddam no requiere la lucha a sangre y fuego por la capital.
En fin, hay muchas diferencias. Lo que sí es que EUA puede encontrar otro tipo de dolores de cabeza. A mí esto me suena más bien a Mogadiscio (Black Hawk Down).
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