en un artículo adicional a los que suele publicar un diario capitalino, para placer de quienes nos beneficiamos con su prosa inteligente y sugeridora, Gabriel Zaid embatió contra Miguel Limón, ex secretario de Educación Pública, presidente ahora de la Fundación para las letras mexicanas. Una conclusión posible, tras la lectura de su texto (“¿Para las letras mexicanas?”, 23 de mayo), es que un policía castrista se ha apoderado de un poderoso patrocinio cultural para sus propios fines. Zaid asegura que Limón resulta “El máximo ganador del Premio Octavio Paz”. Pienso, al contrario del autor de El progreso improductivo, que no es así. Pero pienso también que el artículo del gran poeta y ensayista propone ideas que es posible desarrollar desde un mirador diverso del suyo.
Pensemos, por ejemplo, en la naturaleza del sistema político priista y el lugar que en él había para la identidad individual. Innegablemente autoritario, exigía disciplina a sus integrantes. Pero no los sometía como condición necesaria para su permanencia y promoción. Más que los regímenes fascistas y el soviético, en el mexicano había márgenes para la conducta propia y para abordar las tareas gubernamentales con talantes diferenciados. Los subalternos, los colaboradores, no estaban troquelados conforme al modelo del superior. Sin duda hubo quienes ascendieron por mimetismo, asimilándose a la forma de ser de sus jefes. Pero era igualmente ancha la vereda para ser recorrida por quienes elegían ser ellos mismos.
Limón efectivamente aprendió de Fernando Gutiérrez Barrios, pero nunca sirvió en dependencias policíacas en la Secretaría de Gobernación. No recibió enseñanzas sobre represión, en consecuencia. Y sí, en cambio, pudo desplegar allí una política de apoyo a los migrantes (tal era su encomienda como subsecretario), como el programa Paisano y el Grupo Beta. Gutiérrez Barrios, por lo demás, distó de ser el modelo de vida de Limón. Dos antecesores suyos en la Secretaría de Educación, Fernando Solana y Jesús Reyes Heroles le dispensaron confianza política y con sus ideas y su trabajo alimentaron los del ahora presidente de la Fundación para las letras mexicanas.
Desde su cargo en el gabinete de Zedillo contribuyó a dar forma a la Fundación Octavio Paz, una iniciativa gubernamental aprobada por nuestro Premio Nobel, a que se sumaron con la eficaz contundencia del dinero los aportantes de once millones de dólares. La muerte del poeta modificó las condiciones del proyecto, cuya consumación se dificultó con el retiro de Guillermo Sheridan, nombrado director de la Casa de México en París. Los dilemas suscitados por la nueva situación pusieron a la Fundación en trance de desaparecer. Los aportantes convocaron a Limón para que buscara un entendimiento con la viuda de Paz y, al no ser posible tal, para estudiar alternativas, una de las cuales era que cada quién recuperara su contribución y el esfuerzo se perdiera.
Limón propuso orientar hacia rumbos más anchos los objetivos de la Fundación, de suerte que no se constriñera a la vocación, los intereses y la cosmovisión de los cercanos a Paz. Al refundarla, se pensó darle el nombre de Alfonso Reyes, por la universalidad del gran regiomontano. Pero se eligió una fórmula que no personalizara, sino que enunciara su amplio propósito hacia los escritores mexicanos. Los patronos de la Fundación resolvieron que Limón la presidiera. ¿No había tenido los títulos suficientes, como secretario de Educación, para promover la iniciativa original con pleno asentimiento de Paz, su esposa y sus allegados? Es inobjetable la presencia de Gabriel García Márquez en el acto inaugural de la nueva Fundación. Es un Premio Nobel de Literatura y hace mucho tiempo, mucho antes de que la fama lo arrebatara, ha sido parte de la comunidad mexicana de creadores literarios. Es verdad que ésta, como otras comunidades, está surcada por profundas diferencias, surgidas de intereses materiales y perspectivas políticas. Pero nada de eso empaña la gloria literaria del escritor nacido en Colombia. Es imposible desvincular sus opiniones políticas de su prestigio como autor, exactamente como ocurría respecto de Paz. Pero el desacuerdo político es insuficiente para descalificar a un escritor que ha merecido toda suerte de reconocimientos, entre ellos el de sus numerosos lectores. Nadie dirá que la calidad se mide por el número de ejemplares vendidos. Pero si se escribe para ser leído no es un criterio desdeñable el que la frondosa imaginación y la prosa mágica tenga aceptación general.
Distinguir a García Márquez no significó desdén para los escritores mexicanos. Don Rubén Bonifaz Nuño, cuyo lugar en la poesía mexicana no deriva de la política de capillas, formó parte de la presidencia del acto inaugural y pronunció el discurso oficial. Sería escasa la talla personal y literaria de Alí Chumacero, Eduardo Lizalde y José Luis Martínez si se la hiciera depender de la colocación de sus sillas.
No seré yo quien escriba el acta de defunción política de Limón. Pero a sus sesenta años, miembro de un partido que se bate en retirada (y de una corriente que no está boyante), tiene más pasado que futuro. La Fundación, en consecuencia, dista de ser y aun de parecer una plataforma de acción política. Sus patronos, por no ir más lejos, lo impedirían. El propio Zaid, con su mirada inteligente ve que, con todo, “Una institución cuyo propósito es apoyar nuestra literatura puede ser útil”. Confiemos en que este generoso buen deseo se haga realidad.