El País
MADRID, ESPAÑA.- “Es bonito ser el jefe; la única diferencia es que te preguntan ‘¿Qué ha querido decir?’. Y eso nunca te lo dicen cuando sólo eres actor”, reconoce el cineasta –¿cineasta? Sí, cineasta, por fin– George Clooney. ¿Había necesidad?, qué diría una madre preocupada por los líos en los que se mete algún hijo díscolo.
El actor más atractivo del mundo no necesitaba complicarse la vida para seguir tirando de su media sonrisa hasta que el palmito aguantase. Pero, por lo visto, le encanta el riesgo. Ponerse a tiro. Como el protagonista de estas Confesiones de una Mente Peligrosa, un peligro como el de Clooney, que no contento con actuar, de cuando en cuando decide reírse de sí mismo y su estrella en las arriesgadas (aunque cada día menos) películas de los hermanos Coen, e incluso jugarse la pasta en proyectos que duraban diez minutos en los despachos de un gran estudio (Insomnia, Solaris, Lejos del Cielo…).
Claro que el riesgo también puede controlarse y por eso el “amiguete” Steven Soderbergh, que pasaba por allí como productor del filme, asesoró al director novel (las malas lenguas no dicen exactamente lo mismo) y su influencia estética se deja ver en los mejores destellos y giros de la película, un travieso biopic, algo sui géneris, sobre Chuck Barris, un personaje real (de sobra conocido en EU, una especie de Chicho Ibáñez Serrador) digno de protagonizar el mejor tebeo.
Como bien sabe George Clooney, la vida es siempre complicada y más si, como la del tal Barris (personaje de Sam Rockwell, tras El Último Golpe y Los Impostores), se parece a la televisión: un alambre entre el sueño y la realidad, digno de contarse en una novela adaptada para Clooney por Charlie Kaufman (Adaptation).
Libro y película hablan de un hombre listo, el mismo Chuck Barris, productor y presentador de absurdos concursos en su canal favorito de día y asesino a sueldo de la CIA por la noche. Dos cárceles en una sola vida. Ni siquiera su amantísima esposa Penny (Drew Barrymore) está al corriente de sus viajes sorpresa, de sus encontronazos con personajes de gabardina y pistola con silenciador, de sus persecuciones de sesenteros microfilmes en la Europa del Este. Por no hablar de las Mata Hari (Julia Roberts) de turno. Y de que matar engancha. Problemones.
Rebelarse a su mentor en el servicio de inteligencia (el propio Clooney, el contacto bigotudo) es imposible; contárselo a su mujer, una muerte segura; ¿huir? Una utopía. Atrapado, el personaje interpretado por Rockwell (Oso de Plata al mejor actor en el Festival de Berlín 2003) protagoniza una irreverente mirada no sólo hacia la vida del agente secreto (lejísimos de 007), sino también al poder de la televisión.
Por el lado de la CIA, mientras que el gobernador Schwarzenneger se las veía por los aires con los malos en Mentiras Arriesgadas, otra desmitificación del género, aquí Sam Rockwell, un Johnny Depp recién duchado, está obligado a bajar al barro de los espías, a moverse en una sordidez atractiva, a medio camino entre una versión homicida de Maxwell Smart, Superagente 86 y las pesquisas de un periodista a la antigua usanza: buscando la noticia en la whiskería más próxima. Nada que ver con su trabajo de ocho a tres.
Rodeado de azafatas tontas, cercano al lado amable del personaje que Greg Kinnear bordó en Autofocus (Paul Schrader), la televisión y sus concursos no tenían, a diferencia de las operaciones de espionaje, secretos para Barris, creador de The Newlyned Game, The Dating Game –el típico programa de parejas– y The Gong Show, exitosísimos programas de la etapa de mayor esplendor de la televisión. Tampoco para George Clooney, un artista formado en la televisión: “Sabemos que la televisión en EU es mala, o aún peor, es irrelevante. Sólo se ve la sociedad como un mero entretenimiento. Hasta la guerra y la miseria de la gente es entretenimiento. Eso es peligroso y me hace sentir culpable, pero además es como narcotizante, hay algo intencionado que es lo que me preocupa”.
Clooney encontró en la televisión una fuente de inspiración para narrar una historia rara, pero magnética, con chispa: “Nací con ella, así que estoy muy influido con esa forma de rodar y narrar con cortes”.
Pero su sugestión va más allá: “Si hacía la película, quería tener un punto de vista propio, aunque sin tener miedo a basarme en filmes y directores que me gustan, como Mike Nichols o John Frankenheimer”.
A ellos hay que añadir a Joel y Ethan Coen, además de Steven Soderbergh. Lo reconocía en la Berlinale del año pasado, donde presentó su ópera prima y a todo ello le añadía el respeto que le imponía “rodar y más con un personaje real de por medio”. Y cuando dejó caer que lo más difícil fue dirigirse a sí mismo, sus remordimientos le pudieron: “Pido perdón a mis padres por utilizar tanto en la película la palabra ‘fuc...”.
La primera vez siempre será la primera vez. Y eso que “Georgie” echó de menos una cosa de su habitual paseo como actor-estrella. “La caravana”. Cualquiera no, “la más grande”.