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A mil días del Centenario de Torreón: Boomtown, asilo, refugio

Francisco Jospe Amparán

Hace unos meses, un pobre diablo de Saltillo escribió un par de artículos destinados a insultar a Torreón. Una de sus supuestas invectivas consistía en afirmar que esta ciudad había sido niña mimada de don Porfirio (quien, por cierto, está enterrado en Montparnasse, no en Pére Lachaise como afirmaba el susodicho bruto). ¡Pues claro que fue de las preferidas de Díaz! ¡Y a mucha honra!

Si mis cuentas no me fallan, en exactamente mil días festejaremos con pitos y flautas, pipa y guantes, gritos y sombrerazos, el primer centenario de la erección de Torreón como ciudad (no es albur: así se dice; de manera que tienen mil días para agotar todos los malos chistes que se les puedan ocurrir). Con el ojo puesto en tan señalado festejo ya se han empezado a mover las Fuerzas Vivas (y otras medio atarantadas), para a la mera hora no andar a las carreras y echando mano de ese recurso tan lagunero que es la improvisación.

Así que nos quedan menos de tres años para darle una hermoseada al terruño, recordar a quienes hicieron posible que hayamos nacido y crecido en este calorón, y también a los hitos que han marcado el acontecer de estos últimos cien años. La pachanga, bien lo sabemos, saldrá de pelos por simple atavismo.

Y para ir calentando la lona, como en las arenas de lucha libre, propongo que reflexionemos un poquito sobre los orígenes de esta ciudad, cómo y por qué se convirtió en imán de foráneos, y qué le dio un carácter tan distintivo, lo que la hace única en México y prima hermana de algunos otros singulares poblamientos de este continente.

Primero lo primero: Torreón surge gracias al ferrocarril. Antes del tendido de las vías férreas, estas tierras no tenían ningún futuro. Claro que eran aptas para el cultivo del algodón y eso era harto sabido (la primera propuesta de los gringos para el trazo de la frontera México-EUA tras la Guerra de 1847 era? el Río Nazas). Pero ahí los quiero ver exportando pacas a lomo de mula. Fue el ferrocarril, gloria y prez del liberalismo del siglo XIX, el que permitió que esa actividad fuera rentable y viniera tanta gente a establecerse en estos lares.

Hace unos meses, un pobre diablo de Saltillo escribió un par de artículos destinados a insultar a Torreón. Una de sus supuestas invectivas consistía en afirmar que esta ciudad había sido niña mimada de don Porfirio (quien, por cierto, está enterrado en Montparnasse, no en Pére Lachaise como afirmaba el susodicho bruto). ¡Pues claro que fue de las preferidas de Díaz! ¡Y a mucha honra! Torreón era una de las gemas de la corona porfirista, modelo y ejemplo de lo que podía lograr el liberalismo operante: de la nada, crear una población pujante y progresista; del desierto, hacer brotar un pueblo cosmopolita, el segundo en contar con alumbrado eléctrico en este país. De la estepa pelona, parir un emporio agrícola, comercial, de comunicaciones e industrial (Peñoles ya estaba ahí? mucho antes que la ciudad lo alcanzara y engullera y le cargara todos sus pecados). Por supuesto que Torreón es un producto refinado y decantado del proyecto porfirista. ¿Y luego? Habría que recordar que eso era motivo de envidia en Latinoamérica y otras partes del mundo. Digo, situémonos en el contexto.

El crecimiento vertiginoso de la ciudad se debió a su condición de boomtown. Se le llama así a las poblaciones que, debido al súbito surgimiento de una actividad muy lucrativa, se convierten en destino de gente de todos lados, lo que hace explotar (sí: ¡boom!) el conteo demográfico y el flujo de lana. Torreón fue uno de los principales boomtowns de fines del siglo XIX a nivel mundial, sencillamente porque el algodón, en aquel entonces, constituía en efecto ?el oro blanco?: la fibra era la materia prima fundamental de la Revolución Industrial, lo que hacía moverse a los telares de Manchester, Lyon y Memphis y por tanto, a buena parte de la economía inglesa, francesa y yanqui.

Otro boomtown que corrió la suerte de Torreón y se pobló como si la gente saliera de debajo de las piedras fue, por ejemplo, San Francisco. En sus cercanías se encontró oro en 1849, lo que provocó una estampida de gambusinos, aventureros y vivales de toda laya (de ahí lo de 49ers: son los pelagatos que llegaron ese año a multiplicar por quince en unos meses la población del hasta entonces somnoliento pueblucho).

Un boomtown hermano de Torreón en Latinoamérica lo constituye Manaos, en Brasil. En medio de la Amazonia surgió un emporio basado en el caucho, material entonces muy apreciado y del que Brasil (y fundamentalmente esa zona) producía cerca del 90 por ciento a nivel mundial. El auge del caucho fue tal que en Manaos se construyó una casa de la ópera que, por instrucciones expresas de los fanfarrones barones caucheros, debía ser mejor que La Scala de Milán. Y lo fue: inaugurado en 1896, el Teatro de la Ópera Amazonas costó diez millones de dólares de entonces (valor actual: pónganle dos ceros). Ahí nomás pobremente, en tan tropical recinto (y con las señoras asándose envueltas en pieles) actuaron Sara Bernhardt y Enrico Caruso, la mejor actriz y el mejor cantante de ópera, respectivamente, de aquellos tiempos. A la entrada del teatro, las noches de representación, había una fuente de la que manaba champaña de manera continua.

Claro que al rato y gracias a la química y a la perfidia británica, el precio del caucho se desplomó, la población de Manaos se redujo en un 90 por ciento y el Teatro de la Ópera Amazonas fue abandonado, convirtiéndose durante años en morada de maleantes y nido de anacondas? algo parecido, por cierto, a lo que le pasó aquí al Teatro Martínez.

En Torreón no se llegó a extremos tales de dispendio, pero poco les faltó a los padres fundadores y no por falta de ganas. De cualquier forma, nuestro polvoso pueblo se convirtió en refugio y lugar de asilo a nivel internacional. Era tierra de promisión, nombre mágico que inspiraba enormes esperanzas en los cinco continentes. Por eso llegó gente de todas partes. Por eso en 1910 había seis consulados extranjeros. Por eso esta es una tierra que oyó hablar de la globalización (y se prendió de ella) desde que nació.

Por supuesto, aquí llegaron aventureros y forajidos de muy diversas razas, esperando hacerse ricos de la noche a la mañana; pero también gente de bien, que trabajando duro podía prosperar y crear patrimonio. Campesinos y artesanos de todo México se precipitaron a donde pensaban iban a ganar un salario superior al de sus tierras de origen. Asimismo llegaron refugiados políticos y quienes escapaban del hambre en Europa. A ver, ¿de dónde salió tanto libanés y palestino? Pues son descendientes de los jovenzazos árabes que huían de la leva del Ejército turco, que de tan aviesa manera mantenía aterrorizadas y sometidas a las levantiscas poblaciones semitas que renegaban todos los días del poder y la opresión de los otomanos. Las mamás de Baalbek y Ramallah le decían a sus hijos que no se dejaran agarrar por los malditos turcos y se fueran a la tierra de promisión, a la ciudad donde el dinero corría a torrentes, al emporio construido en un desierto peor que el de Siria: a Torreón. Les daban la bendición, varios metros de popelina para costear el viaje y agarrar callo, y órale. Una de las consecuencias: orgullosamente, Torreón tiene la única mezquita de Latinoamérica.

¿Y la españoliza? Muchos son descendientes de rudos campesinos y buhoneros que, hartos de la escasez y las carencias de su Asturias querida, se vinieron a hacer la América y acá encontraron refugio y asilo y muchos prosperaron. Y aquí se quedaron. Y aquí tenemos a sus descendientes (y los de alemanes, holandeses, chinos, norteamericanos, franceses, japoneses? ¡uf!), que son nuestros vecinos, amigos, alumnos, condiscípulos y quienes agandallan los asientos en el Estadio Corona. Torreón sigue siendo una ciudad cosmopolita y de ello deberíamos estar orgullosos? en vez de andar con xenofobias y nacionalismos rabones y trasnochados que de poco sirven, nada construyen y pretenden negar las raíces y orígenes interesantísimos de lo que es nuestra ciudad y la hace singularísima.

Ésa es nuestra heredad y nuestra simiente. Esos bandoleros, maleantes, campesinos, ingenieros, refugiados, artesanos, ferrocarrileros, son nuestros antepasados. Bendito sea Dios, Torreón es tan joven que podemos conocer muchas de sus historias (y de sus tranzas, por más que algunos descendientes ahora se den ínfulas de aristocracia petatera? como si no supiéramos de dónde salió la lana). Debemos insistir: no es una ciudad como cualquier otra de México. Es única. No somos una sociedad solariega y blasonada, con polvosos pergaminos ni historias antiguas. Qué bueno. Además de que la mezcla de razas, lo que sea, nos ha salido rete bien. Digo, a la tercera o cuarta generación, como que ya era hora. Nada más vean a nuestras muchachas? y cómo se mueren de envidia los foráneos. No por nada todavía hoy sobra quien, nacido en otra parte del mundo o de México, llega aquí? y aquí se queda. Y ésos no se quejan ni se la pasan estorbando, como tantos ingratos que nacieron aquí. En fin.

Y sí, ya sé que desde hace rato están pensando en qué bebida será buena para la Fuente del Centenario. Pero a mí no me echen la culpa de andar dando ideas.

Consejo no pedido para sea su sollozo el cañón: lean ?Bienvenidos a los Malos Tiempos? de E. L. Doctorow, sobre un típico y efímero boomtown del Viejo Oeste norteamericano. Y vean ?La leyenda de la ciudad sin nombre? (Paint your wagon, 1969) con Lee Marvin y Clint Eastwood? sobre lo mismo. Provecho.

Correo: francisco.amparan@itesm.mx

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