Desde que tengo uso de razón he valorado la amistad. Porque después del amor, éste es uno de los sentimientos más significativos y gratos entre todos los que animan el espíritu del ser humano.
Aunque en las sociedades de consumo, como es la nuestra, la comercialización todo lo pervierte y se aprovecha esta celebración para lucrar, eso no nos debe impedir abordar este tema en un día como hoy.
Mis primeros amigos, como en todos los casos, fueron mis hermanos. Pero en cuanto pude asomar la cabeza fuera de la casa descubrí que en la calle había otros niños de mi edad con los que era mucho más divertido jugar, porque ellos compartían mis mismos gustos y ni remotamente se les ocurría, como a mi hermana, obligarme a jugar a la comidita.
Además, desde esa edad, en ese maravilloso mundo exterior se jugaba en pandillas y en parvada las cosas más sencillas se volvían fabulosas. Simplemente, atravesar la Allende para ir a jugar a La Alameda era toda una odisea. Y entre los jardines de ese parque, sus andadores, la nieve del quiosco central y la fuente de “El Pensador” se nos iban las horas.
Fueron muchas las ocasiones en que por andar encaramándome en los árboles o liándome a golpes con algún otro niño, regresara a la casa con los pantalones hechos garras. Pero al reclamo de mi madre que solía montar en ira santa al ver esos estropicios, yo le respondía falsa y socarronamente que lo que pasaba era que me compraba ropa muy corriente y eso la molestaba más.
Desde aquellos lejanos años, para mí un amigo era una parte vital de mi existencia; porque con ellos compartía todo. Bienes materiales, creencias, temores, sueños e ilusiones.
Desde luego que no me limitaba a los amigos de mi viejo barrio de la Degollado, sino que mis intereses amistosos se dividían entre los vecinos con los que convivía de manera cotidiana por las tardes y noches y los fines de semana y mis amigos de la escuela.
Todavía es fecha que paso por la primaria “Carlos Pereyra” y mi mente vuela llevada por los recuerdos de aquella época de finales de los cincuenta y principios de los sesenta.
No sin justificación, yo salía siempre de las ceremonias de fin de cursos sin ningún reconocimiento. De ahí que la única medalla de entre todas las que año tras años solían entregarse en el colegio, en un acto de verdadera misericordia y quizá pensando en salvarme de la frustración, me la otorgó la madre Guillén, en el cuarto año.
Creo que sin conciencia plena de ello, a mí me importaba más convivir con mis amigos que las medallas y diplomas que se otorgaban en la Pereyra, previo el pronunciamiento de aquella frase sacramental que aún recuerdo bien: “ A la mayor gloria de Dios, estímulo de la juventud estudiosa, se mencionan los nombres de aquellos que se han distinguido...”.
Poco trabajo me costaba aguantarme esa vergüenza un día contra la maravillosa experiencia de andar por aquel pequeño mundo jugando con mis amigos todos los demás días del año, por más que me dijeran que me juntaba con “una bola de vagos revoltosos”.
Seguramente, sin saberlo, aplicaba el antiguo proverbio turco que reza así: “Quien busca un amigo sin fallas se queda sin ninguno”.
Mis amigos, como yo, teníamos y seguimos teniendo grandes fallas. Pero sabíamos ser amigos, porque hasta la fecha conservo la amistad con muchos de ellos.
No importa el camino que hayan tomado, ni la religión que profesen, ni la doctrina política que hayan abrazado. Mis amigos, son mis amigos. Los que hice desde entonces y todos los que he ido haciendo a lo largo de los años.
Tengo entrañables amigos católicos, cristianos, judíos y musulmanes. Como los tengo priistas, panistas, perredistas, petistas y cardenistas; pues al igual que Thomas Jefferson, puedo decir que: “Nunca he considerado una opinión divergente en política, en religión o en filosofía, como causa para separarme de un amigo”.
Pero además, de todos ellos aprendo muchas cosas. Me enseñan a ver la vida desde otras perspectivas. Me deslumbran e instruyen con sus inteligentes conocimientos. Me divierten con su ironía y profundo sentido del humor.
Por eso suelo también vincularme con diversos y heterogéneos grupos de amigos.
Así, disfruto por igual las charlas de los amigos con los que me reúno los fines de semana en El Calvete, que las comidas de los sábados en el Parque España o los desayunos de los martes y miércoles en Saltillo.
Con algunos de esos grupos tengo reuniéndome más de veinticinco años. Sin embargo, el transcurso del tiempo no ha logrado que mengüe mi interés por convivir con ellos.
Leí por ahí que: “El esfuerzo para lograr conciliar las cosas en este mundo complejo y atareado a menudo agobian nuestro corazón... la amistad ayuda a suavizar las ásperas aristas de la vida”.
Tengo para mí que ese pensamiento encierra una gran verdad. Por eso creo que el reunirme con mis amigos, me ayuda a limar esas aristas que al paso de los años se van formando en nuestras vidas y que tanto nos lastiman el alma.
No obstante todas las dichas que nos proporcionan los amigos, es común que esperemos demasiado tiempo para decirles lo que significan en nuestras vidas y en ocasiones hablamos de ello cuando ya no están con nosotros, cuando han muerto.
Ahora que aún están a nuestro lado, digámosle a nuestros amigos cuánto apreciamos su amistad. Eso fortalecerá los lazos que con ellos nos unen y nos ayudará a conservarlos.
Si solemos cuidar, a veces con exagerado esmero las cosas materiales, cómo no hacerlo con alguien tan valioso como es un amigo.
Por ello, a mis amigos de ayer, hoy y siempre, mi eterna gratitud.