¿Cuántos recursos económicos invertimos como país para vigilar el desempeño de nuestras instituciones?
¿Cuántos más se destinan a garantizar la confiabilidad de sistemas como los electorales?
Si sumamos todos los recursos económicos que se destinan a las contralorías (internas y externas) tanto federales como estatales; a las dependencias de fiscalización; a los órganos de vigilancia; a los sistemas de seguridad en materia electoral, así como a un gran número de dependencias establecidas con igual finalidad llegaremos a la conclusión de que son miles de millones de pesos invertidos exclusivamente para lograr convencer a la ciudadanía de que las cosas se están haciendo bien.
No queremos decir con esto que todas esas dependencias deberían desaparecer y ahorrarse ese dinero, sino que todo ello podría reducirse al mínimo estrictamente necesario desde un punto de vista meramente administrativo si la gente confiara en sus instituciones y autoridades. Admito que ese sistema de excesiva vigilancia se ha ido volviendo necesario ante el desprestigio y los casos de corrupción que ha visto una sociedad que, en condiciones normales, debería confiar de primera intención en sus instituciones.
Pero creemos que esa desconfianza se ha llevado a límites costosos ante la imposibilidad de cambiar nuestra forma de pensar y actuar, de manera que hemos llegado al punto de la desconfianza sistemática y la incredulidad permanente.
Por un motivo o por otro desconfiamos de todo y de todos.
Desconfiamos, por ejemplo, de todo lo que dice el Gobierno y hasta la propia administración federal tiene que sustentar la difusión de sus logros en el dicho de otros.
Para ejemplo ahí está el anuncio televisivo sobre la reducción de los índices de pobreza. El cliente le dice al peluquero que, de acuerdo con la noticia que está leyendo, esos índices se han reducido entre los años de dos mil y dos mil uno. “Eso siempre es lo que dice el Gobierno”, responde el peluquero. Pero en el momento que el cliente le aclara que eso no lo dice el Gobierno sino un organismo mundial, entonces el otro sí lo cree.
En la esencia del anuncia se advierte que el mismo Gobierno sabe que la ciudadanía va a desconfiar de su dicho y por eso enfatiza el logro apoyándose en una opinión externa.
No creemos, por sistema, en los datos duros. Pero sí le damos un valor indiscutible a cualquier chisme y llegamos al extremo de que, al propalarlo, sostenemos mentirosamente que fuimos testigos del hecho o que nos lo contó alguien que vio cuando sucedieron los acontecimientos que son la substancia de la especie que se difunde.
Igualmente, exigimos el cumplimiento de la Ley. Pero cuando la autoridad actúa aplicándola estimamos que el Gobierno se condujo arbitrariamente, violó los derechos humanos o se excedió en sus facultades.
Si el Ministerio Público ejercita acción panal contra alguien decimos que lo hizo porque “no hubo arreglo” o porque se trata de perseguir a un determinado personaje por razones políticas. Nunca estimamos de entrada si hubo elementos jurídicos para actuar y al hacerlo la autoridad simplemente está cumpliendo con su deber.
Si se establece una mesa de negociaciones políticas y uno de los negociadores no está de acuerdo con las conclusiones a las que llegó la mayoría, inmediatamente tiende a desacreditar esos acuerdos alegando que hubo “concertacesión” o un arreglo “en lo oscurito” y la gente cree más que así fue y desconfía de que en realidad se haya llegado a un acuerdo adoptado por mayoría de razón.
Aún más, tratándose de leyes aprobadas por los congresos las cuestionamos y tratamos de evadirlas si no nos convienen y nos acogemos a ellas, alabándolas, sólo si nos resultan favorables.
A este respecto, me permitiré transcribir una fábula de Ramón de Campoamor que me hizo llegar, hace unas semanas, un buen amigo y que explica muy bien esto que digo:“Tuvo un reino una vez tantos beodos.
Que se puede decir que lo eran todos.
En el cual por Ley justa se previno:
-Ninguno cate vino-
Con júbilo el más loco
Aplaudiose la Ley, por costar poco:
Acatarla después, ya es otro paso;
Pero en fin, es el caso
Que le dieron un sesgo muy distinto,
Creyendo que vedaba sólo el tinto
Y del modo más franco,
Se achisparon después con vino blanco.
Extrañado que el pueblo no la entienda,
El Senado a la Ley pone una enmienda,
Y a aquello de: ninguno cate el vino”
Añadió, blanco, al parecer, con tino.
Respetando la enmienda el populacho,
Volvió con vino tinto a estar borracho.
Creyendo por instinto ¡más que instinto!
Que el privado en tal caso no era el tinto.
Corrido ya el Senado,
En la segunda enmienda, de contado
-Ninguno cate el vino, sea blanco, sea tinto-
les previno,
Y el pueblo, por salir del nuevo atranco
Con vino tinto entonces mezcló el blanco;
Hallando otra evasión de esta manera,
Pues ni blanco ni tinto entonces era.
Tercera vez burlado.
-No es eso, no señor- dijo el Senado;
“O el pueblo es muy zoquete, o es muy ladino.
Se prohíbe mezclar vino con vino”.
Más ¡cuánto un pueblo rebelado fragua!
¿Creeréis que luego lo mezcló con agua?
Dejando entonces el Senado el puesto,
De este modo al cesar dio un manifiesto:
La Ley es red, en la que siempre se halla
Descompuesta una malla,
Por donde el ruin que en su razón no fía
Se evade suspicaz....¡Qué bien decía!
Y en lo demás colijo,
Que debería decir, si no lo dijo:
Jamás la Ley enfrena
Al que a su infamia su malicia iguala:
“Si se ha de obedecer, la mala es buena;
Más si se ha de eludir, la buena es mala”.
Así concluye esta fábula del popular poeta español, en la que bien describe la condición humana de un pueblo desconfiado y evasor, que como el nuestro, en forma por demás insana, duda de todo y siempre halla manera, de burlar Gobierno y Ley; norma y principio. No importa si con ello, marchamos sin remedio al precipicio.