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Addenda/Entre la intolerancia y la barbarie

Germán Froto y Madariaga

Los acontecimientos que se produjeron dentro y fuera del país a lo largo de esta semana me han traído recuerdos de diversa índole, pero todos relacionados con la política y la forma de ejercerla.

Por razones obvias estuve pendiente de las elecciones que se llevaron al cabo en España el domingo pasado y a la distancia fui testigo del regreso del Partido Socialista Obrero Español al Gobierno de ese país.

Desde luego que el triunfo del PSOE no implica por sí solo su retorno a los días de gloria en que fungía como primer ministro Felipe González. Pero sí una vuelta impresionante hacia la izquierda, lo que le permitirá a ese partido gobernar España los próximos cuatro años, que sumados a los catorce en que ejerció el poder con González al frente, llegará a dieciocho de dirigir los destinos de la república monárquica de la madre patria.

José Luis Rodríguez Zapatero no es ni con mucho la figura sólida y convincente que en la persona de Felipe González atrajo multitudes mediante la seducción de la palabra y la convicción en un proyecto de nación que puso a aquella nación en la geografía política de la Comunidad Europea.

Todavía recuerdo vivamente aquel discurso que pronunciara, en 1977, el entonces joven Felipe en la Plaza de Oriente de Madrid, ante miles de ciudadanos. Con voz potente y argumentos convincentes, Felipe fue captando la atención de la gente a grado tal que llegó un momento en que sólo sus palabras se escuchaban en aquel mar humano. Había logrado prender al auditorio y mantenerlo cautivo. Pensé entonces, que en él se encarnaba un líder de esos pocos que se dan en cada generación.

No son ya los tiempos de Felipe. Pero el PSOE debe haber aprendido con su larga experiencia como partido en el Gobierno que una cosa es conquistar el poder y otra retenerlo.

Me llamó la atención la forma mesurada en que Rodríguez Zapatero se dirigió a sus seguidores en el breve discurso en que les comunica el triunfo electoral de su partido. Nada de triunfalismos ni grandes promesas. Una alta dosis de realismo y gran humildad, pues aseguró que el poder no lo cambiaría.

A su vez Mariano Rajoy, reconoció su derrota y ofreció su disposición personal y la de su partido, el Popular, para sumarse al trabajo que permita seguir construyendo la España que todos quieren.

Ante eso, cómo no voltear los ojos a nuestra realidad y reconocer que estamos inmersos en una inmadurez manifiesta en la que predominan la soberbia y la ambición.

Los líderes partidistas se desgarran entre sí. Los ejemplos de presuntos actos de corrupción están a la orden del día y todo se les va en bloquearse unos a otros; en exhibirse públicamente y en atizar el fuego de la hoguera de las vanidades.

Las pocas propuestas constructivas naufragan en el mar de la ineficiencia del Poder Legislativo y se nos van los días y los años culpándonos unos a otros de que las cosas no se hagan; de que no haya avances y el país permanezca estático mientras otros se desarrollan en forma sorprendente.

Ponderamos lo ajeno. Pero no lo imitamos. Queremos que los cambios se produzcan como por arte de magia, mas no estamos nosotros dispuestos a cambiar para impulsar una transformación. Todo nos debe ser dado ya hecho, porque nosotros no queremos trabajar para hacerlo.

¿Cuándo vamos a madurar? ¿Cuándo vamos a entender que para que nuestro país cambie debemos cambiar primero nosotros? Cambiar nuestras actitudes, la forma de ver los intereses de todos, no sólo los nuestros. Cambiar nuestro lenguaje y la forma en que nos dirigimos a los demás.

Dejar de justificar los actos indebidos e ilegales que realizamos con el argumento de que todos hacen lo mismo.

Hacer de los principios éticos y morales una forma de vida.

No, no sé cuándo sucederá todo esto. Pero sí estoy convencido de que cuanto más tiempo nos tardemos en hacerlo, en madurar y actuar con responsabilidad, mayor será el deterioro que generemos en perjuicio del país y de nosotros mismos.

Para colmo, los signos inequívocos de la barbarie han vuelto a aparecer. El atentado que sufrió el jueves el gobernador de Oaxaca, José Murat, es muestra palpable de ello.

Como en una película pasaron por mi mente los acontecimientos trágicos del siglo pasado. Los asesinatos de Carranza, Madero y Pino Suárez. El de Obregón, en “La Bombilla”. Por supuesto, el de Colosio y Ruiz Massieu, que por cercanos tanto nos impactaron.

Si fue un atentado guerrillero, una venganza personal o política, o un aviso de los narcos, eso tendrá que averiguarse. Pero los hechos ahí están y difícilmente podemos admitir que alguien invente un ataque de esa magnitud sin arriesgar la vida.

La intolerancia y la ambición de poder muestran hoy su rostro más claro y descarnado.

Parecería que la clase política se aferra a la absurda sentencia de que “quien no está conmigo está contra mí”. Por tanto es mi enemigo y en consecuencia merece morir.

Todos juzgan categóricamente. Todos denuncian con flamígero dedo como si estuvieran totalmente libres de culpa. No se tolera la disidencia. Se exige la lealtad a ultranza y la sumisión rayana en la abyección.

Qué triste es ver este escenario en un nuevo milenio en el que todo debería ser empuje, determinación, concordia, colaboración y razonable entendimiento.

Qué triste es comprobar que las debilidades humanas se apoderan de mentes brillantes que son utilizadas para hacer el mal a otros.

Tiene que haber en nuestro horizonte el radiante amanecer de un nuevo día. De un día en que a la luz del sol todos nos podamos ver a los ojos, frente a frente, como lo que somos, como hermanos. Como ciudadanos de un país que a pesar de épocas como ésta sigue siendo maravilloso. Un país en el que, los que en él vivimos, tenemos un mismo origen y un destino común.

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