Estas líneas escritas al vuelo deberían publicarse en julio lo más cerca posible al día doce, pues es precisamente ese día en el que el Poeta cumple cien años de haber llegado a esta Tierra.
Mas las escribo hoy, sumido en sus recuerdos, sus memorias, sus poemas y el recuento de sus muchas vivencias y sus miles de libros que el día de su muerte fueran pisoteados por las botas de aquellos que no dudaron en ensangrentar las calles de Santiago.
Pablo Neruda, cuyo verdadero nombre era Neftalí Ricardo Reyes Basoalto, nació el doce de julio de mil novecientos cuatro en Parral, Chile. Un pueblo situado en la región austral en donde el elemento natural predominante es la lluvia.
Esa lluvia que, semejante a las lágrimas de dolor, acompañaría a Pablo en muchos momentos de su vida, por la ausencia de seres tan queridos como su madre, Rosa Basoalto, a quien perdió un mes después de nacido. “Lluvia, amiga de los soñadores y los desesperados...”, como la describe Neruda.
Pero su vocación de poeta se iría nutriendo del dolor, así como del amor. Del dolor de ver a su pueblo desgarrado, del dolor del destierro y del amor a las mujeres que amó y del que le profesó a su patria a la que habría de llevar en el alma por todos los caminos del mundo por los que anduvo.
La vida le regaló una segunda madre, Trinidad Candia Marverde, a la que amó tanto como si se tratara de aquella que lo parió y para quien escribe su primer poema cuando apenas había aprendido a escribir.
Su vena poética habrá de exaltarse en la adolescencia que es cuando decidió adoptar el nombre de Pablo Neruda para ocultar la autoría de sus versos y evitar así los reproches de su padre José del Carmen, un rudo ferrocarrilero a quien eso de hacer poemas le parecía cosa de señoritos atildados.
En efecto, el mismo Neruda distinguía dos tipos de poetas y nos lo explica así:
“En los tiempos en que comencé a escribir, el poeta era de dos características. Unos eran poetas grandes señores que se hacían respetar por su dinero, que les ayudaba en su legítima o ilegítima importancia. La otra familia de poetas era la de los militantes errabundos de la poesía, gigantes de cantina, locos fascinadores, atormentados sonámbulos”.
Creo que Pablo fue de los segundos. De esos que cantan sus versos y poemas sin temor al qué dirán o al ridículo. De los que deambulan por sórdidos lugares y no tienen ningún empacho en convivir y compartir sus escritos con hombres que aun siendo de baja estofa tienen la sensibilidad para entenderlos.
Porque sabía que el poeta es quien determina la fuerza, contenido y cadencia de los versos. Y los hace “con su respiración y con su sangre, con su sabiduría y su ignorancia, porque todo ello entra en el pan de la poesía”.
“Ay del poeta —decía Pablo— que no responde con su canto a los tiernos o furiosos llamados del corazón”. Porque el poeta escribe al impulso de una fuerza vital que así se lo exige, pues el poema nace en el corazón, pasa por la mente y brota como torrente de agua al través de la mano que empuña la pluma. Debe ser escrito, exige ser escrito porque de otra suerte se atora en la garganta y acaba por ahogar al poeta.
Por eso Pablo escribía desaforada, frenéticamente y leía sus poemas en plazas y teatros; en parques y fábricas; en escuelas y librerías. Los leía ante amas de casa y empleados públicos, mineros y estudiantes, campesinos e intelectuales. Es por ello que sin que él lo pretendiera el pueblo se fue apropiando de sus poemas y los fue memorizando y declamando una y otra vez hasta que llegaron a formar parte del alma colectiva de Chile y de otros pueblos de América Latina.
Su contacto con personas de la talla de Gabriela Mistral lo marcaron para siempre. Como lo marcó también el mar al que rindió pleitesía aún después de su muerte, cuando sus restos fueron a descansar ¡por fin! en un peñón de Isla Negra, frente al Pacífico.
Descansa ahí, bajo esa tierra y en ese lugar en el que tantas veces se sentó a escribir sus poemas y versos que, según su propio dicho, eran escritos por el mar cuando él guardaba silencio.
Diecinueve años y tres meses se tardó Pablo en volver a Isla Negra, desde aquel veintitrés de septiembre de 1973 en que murió y sus casas de Santiago y Valparaíso fueron saqueadas por la soldadesca que destrozó todo.
Los versos del poeta fueron prácticamente proscritos. Pero el pueblo los seguía recitando a escondidas o en silencio cada día, todos los días, pensando quizás, que los versos no son de quien los escribe sino de quien los necesita.
Aquel día de septiembre en que Pablo partió, apenas unos días después de la muerte del doctor Salvador Allende, el cortejo fúnebre salió de su casa acompañado de Matilde y de unos cuantos amigos íntimos.
Pero en cuanto la carroza tomó la calle y la gente se dio cuenta que ahí iba el Poeta Nacional comenzaron a salir de sus casas y a seguir el cortejo, al tiempo que entonaban sus versos y los repetían una y otra vez.
“No ha muerto. No ha muerto”, repetía la multitud, “solamente se ha quedado dormido”.
¡Claro que Pablo no podía morir! Lo que iba en aquella carroza y aquel féretro era simplemente la caja de resonancia que le sirvió de cuerpo para albergar el alma del poeta.
Porque los poetas no mueren. Se ausentan de nuestra vista y nos dejan entre tanto sus versos, sus obras, sus pensamientos y sentimientos.
Y ahí, entre otros muchos, están para siempre el “Crepusculario”, el “Canto General”, sus “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” y “Confieso que he vivido”, sus memorias.
Ahí queda también su ideario político: “Quiero vivir en un mundo en que los seres sean solamente humanos, sin más títulos que ése, sin darse en la cabeza con una regla, con una palabra, con una etiqueta”.
Queda además, su espíritu indomable, su alma melancólica y aguerrida. “Aquí tenéis / como un montón de espadas / mi corazón / dispuesto a la batalla”.
El poeta no muere. Se destruye su cuerpo, inerme, abandonado. Expuesto a la carroña y a la tierra natal que lo reclama.
Pero su canto vive para siempre, porque ha hecho de cada garganta que entona sus versos, de cada voz que declama sus poemas, su morada perenne, infranqueable e indestructible.
Es ahí donde habita Pablo. Y habitará por siempre.