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Addenda/No se puede volver a aquellos días

Germán Froto y Madariaga

Este es el mes del niño “y de la niña” (diría aquél). Es un mes dedicado a quienes tienen ahora el privilegio de vivir la vida sin más preocupaciones que la de disfrutar del momento. Aunque pienso que así debería transcurrir toda nuestra vida.

Pero la echamos a perder porque nos condicionan diciendo que ha llegado el momento de la madurez y tenemos que ser serios, circunspectos y responsables. “Así es como se debe pasar por esta vida”, nos dicen. Pero para cuando descubrimos que no es cierto, a veces ya es demasiado tarde.

Siempre que pienso en esto me vienen a la mente las palabras de Jorge Luis Borges que cito parcialmente de memoria a riesgo de no serle fiel: “...daría más vueltas en calecita; comería más helados y menos habas; andaría descalzo por el césped; nadaría más ríos y correría más riesgos... Pero ya ven, tengo ochenta y cinco años y sé que me estoy muriendo”.

¿Por qué tienen que pasar tantos años antes de que nos demos cuenta que la verdadera felicidad está ubicada en aquellos felices días en que éramos unos simples escuincles?

Si cuando menos en este tiempo y por ser el mes del niño volviéramos la vista atrás y recordáramos cómo actuábamos de niños, llegaremos a la conclusión de que, aun con las limitantes de un infante promedio, eran días de gozo y constante diversión.

Jugábamos juegos simples y sanos y lo hacíamos en la calle sin la preocupación de que nos fueran a atropellar. Eran tan pocos los coches que entonces circulaban por Torreón, que al que lo prendía uno era porque de verdad estaba muy tonto o de plano se había distraído mucho. Pero, por lo común, no pasaba nada.

Tampoco era necesario cuidarse de que lo fueran a secuestrar a uno. El “robachicos” fue siempre un invento de los padres para ver si dejábamos la calle y bien lo sabíamos. Julio Cajitas, no pasaba de ser un individuo perturbado, que deambulaba por La Alameda y con el que también nos amenazaban para que no fuéramos solos a ese parque.

Las tardes de verano en el barrio de la Degollado, como alguna vez lo he comentado, se gastaba en jugar al bote pateado, el trompo, las canicas, al balero, al chinchilaguas, al belit, al futbol o a la guerra con los rifles de dardos.

Hace poco un amigo me comentaba que sería interesante instalar un museo del juguete. Porque los niños de ahora ignoran de qué hablamos cuando hacemos alusión a esos juegos.

No había entonces diferencias de género ni cuotas en los juegos. Todo el mundo participaba por igual, así se tratara de un pleito callejero. A lo más que se arriesgaban las niñas que le entraban a los golpes era a ser calificadas de machetonas, pero de ahí no pasaba.

Las muy femeninas se aislaban un poco para jugar entre ellas a la comidita, las muñecas o a la matatena. Pero no faltaban las que aburridas de jugar siempre con las mismas muñecas, las prestaban para ser lapidadas al colocarlas de tiro al blanco.

Los grandes árboles y las azoteas eran el refugio preferido para escapar de los castigos maternos. Y ya en el colmo del acosamiento, huíamos a la casa de la abuela de la que no salíamos hasta que regresaba el padre, que cansado de trabajar iba por nosotros para llevarnos a cenar, pues todo lo que quería era sentarse a la mesa en paz y disfrutar de sus alimentos rodeado de sus hijos.

Para muchos la escuela era un odioso lugar al que había que ir por orden terminante de los padres. Sin embargo, tenía el atractivo de que también ahí se podía jugar al futbol o al spirit (¿existirán todavía los tubos de este juego?).

En aquellos veranos, íbamos también casi a diario con los más grandes a la alberca Esparza o a San Isidro, según se pudiera. O nos aventurábamos hasta el Bosque a jugar basquetbol. Pero el caso era andar desde muy temprano en la calle.

En el caso nuestro, los domingos acompañábamos a mi padre a La Alianza a comprar el mandado y regresábamos con una canasta grande rebosante de fruta que ex profeso llevábamos a ese mercado, la que a veces y de milagro sobrevivía hasta el martes.

Luego, nos daban dos pesos con cincuenta centavos a cada uno para ir al cine. Un peso con cincuenta para la entrada y otro para gastar adentro. Si nos poníamos vivos hasta nos sobraba algo.

En algunas ocasiones, por ahorrar nos íbamos hasta el Cinelandia a las funciones de “dos por uno”. Pero era un barrio bravo, fuera de nuestros territorios y del que podíamos volver sin un cinco si algún abusón nos quitaba nuestro domingo.

Ahora pienso que no eran tan abusones, sino que esa era su forma de hacer que circulara la riqueza.

Como buenos laguneros en ciernes, nos hacíamos de dulces al fiado y ante la imposibilidad de pagar los fiadores acudían con nuestros padres a cobrar la deuda y nosotros teníamos que admitir, con pena pero no mucha, que sí debíamos ese dinero, el que le era entregado a la dueña de la tiendita y descontado religiosamente de nuestra asignación semanal. No obstante ello, como buenos comerciantes nos volvía a fiar y ese mismo cuento se repitió durante muchos años.

Si acaso nos veíamos muy apretados o queríamos dinero para algo especial, nos subíamos al techo falso de dos aguas en algunas casas aledañas a cazar palomas vivas, que vendíamos en Lerdo. Pero dejamos de hacerlo cuando descubrimos que las compraban para el campo de tiro. Creo que nos debe haber horrorizado ser conducto para que masacraran a esos indefensos plumíferos.

Pero la vida nos vuelve hombres serios y responsables. Apegados al trabajo que contra lo que se diga tengo para mí que es un castigo Divino que deriva de aquella condena bíblica de: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”.

Y ahora, cuando queremos volver a aquellos días, sólo podemos lograrlo así, de esta forma, recordando los tiempos de la niñez, en un cuarto de hotel y pen-

sando que un día no muy lejano volveremos a agarrar un trozo de palo de escoba y gritaremos a todo pulmón: “Beeeeeeliiiiitttttt”.

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