EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Addenda/¿Quién es culpable?

Germán Froto y Madariaga

Hoy se celebra el Día del “Maestro” y en esa virtud es propicia la fecha para analizar algunos aspectos de esa noble actividad que ha sufrido los efectos del resquebrajamiento del sistema educativo nacional, sin que ello exente de cierta responsabilidad a quienes la ejercen.

En primer término, conviene precisar que la denominación de “maestro” debe reservarse sólo para aquellos que ostentan dicho grado académico o para distinguir a quienes hicieron de la cátedra un verdadero apostolado. Todos los demás somos simples profesores.

En segundo lugar, hay que distinguir entre el profesor de primaria, del de secundaria, preparatoria y profesional, porque no tiene el mismo grado de responsabilidad aquel que enseña a leer y escribir de quienes deben inculcar en sus alumnos el amor por la lectura y enseñarlos a estudiar y razonar.

Lamentablemente una cosa debería llevar a otra. Pero no es así y por lo común, cuando los estudiantes llegan a la universidad ya es muy tarde para influir de manera positiva en ellos y lograr que se interesen tanto por el contenido de la materia que imparte un determinado profesor, como por ampliar por sí mismos sus conocimientos y enriquecerlos con algo más de lo estrictamente necesario.

Tenemos que admitir que es el nuestro un país en el que abundan los analfabetas funcionales. Personas que si bien saben leer y escribir, no entienden aquello que leen y esto y nada es lo mismo.

En mi modesta experiencia puedo decir que no encuentro una gran diferencia entre los estudiantes provenientes de escuelas de Gobierno y los que se educaron en colegios particulares.

En unas y otros imperan factores que inciden negativamente en la formación de los niños y jóvenes.

Aquellos profesores que eran considerados verdaderos apóstoles de la educación son ahora rara avis en el universo del saber. La gran mayoría se escudan en el sindicalismo, las titularidades de plazas académicas y las canonjías que derivan de haber pertenecido a una institución por muchos años.

Cierto es que los profesores deben tener derechos y éstos tienen que ser respetados. Pero esos derechos no pueden estar por encima de los que corresponden a los estudiantes. Más importante que un determinado estipendio para el profesor es una buena formación académica para el alumno.

Sin embargo, tenemos que aceptar que los sistemas educativos se han relajado a grado tal que, por diversas razones, sobre todo en la universidad, son pocos los días de clase. Los alumnos tienen derecho a faltar un número elevado de veces. Con mucha facilidad los profesores, a su vez, faltan a sus clases y los hay que prefieren enviar suplentes o profesores adjuntos a dar clases que acudir ellos, lo que constituye un fraude para los alumnos.

Puedo equivocarme en mi apreciación, pues toda generalización es aventurada y por lo común deviene en falsa. Pero creo que esta situación priva en la gran mayoría de las instituciones de educación superior a las que llegan los estudiantes en condiciones académicas sumamente limitadas.

Para evitar hasta donde ello es posible incurrir en ese error, me concretaré a analizar lo que he visto en este último año escolar, pues me asombró lo que descubrí después de casi diez años de estar ausente de las aulas universitarias.

Para contextualizar estos comentarios, bastará con decir que me referiré a alumnos del quinto año de la licenciatura en Derecho, en la universidad pública.

Primera observación: Los grupos son muy numerosos, pues en el pasado curso había inscritos en él setenta y ocho alumnos y si bien no siempre acudían todos, la mayoría de las veces la asistencia no bajaba de sesenta personas.

¿Puede alguien creer que es posible trabajar con grupos tan numerosos? ¿Cómo se puede captar y mantener la atención, por una hora, de un auditorio así?

Segunda observación: Entre ellos, el lenguaje utilizado por los alumnos es limitado, pobre y ofensivo. En su mayoría no son capaces de exponer un tema ya visto en clase sin caer en redundancias, expresiones incorrectas y se dirigen a sus compañeros como: güey o güeya, lo que además de impropio es ofensivo especialmente para las mujeres. Pero lo asombroso es que ellas hacen lo mismo y no exigen respeto para sí.

Una cosa es el lenguaje coloquial, que siempre ha existido entre la juventud y aún en la edad adulta y otra la grosería, la ordinariez y la falta de elemental respeto hacia los compañeros.

Tercera observación: Existe una notable carencia de método para estudiar. Es raro el alumno que maneja el libro de texto utilizado para impartir la clase. Por descontado se da que la mayoría se guía sólo por los apuntes que toma en clase a según su leal saber y entender, pues a veces lo hacen mal o en forma imprecisa.

Interesarse por lo que puedan decir otros autores respecto de los temas que se están abordando en clase es cosa inusual para los estudiantes y las bibliotecas, que las hay y muy buenas, son lugares a los que acuden los alumnos considerados por sus compañeros como “raros”.

Cuarta observación: Leer periódicos, revistas especializadas o libros de actualidad es para muchos de ellos perder el tiempo, por lo que si acaso se enteran de lo que pasa en su ciudad, el país o el mundo es sólo por la televisión.

A lo más uno que otro sabe de oídas de Platón o Aristóteles; de Polibio, Montesquieu, Locke, Hobbes, Rousseau o Maquiavelo; de Jellinek o Kelsen. No es común que cualquier persona conozca los textos de estos autores, pero obligadamente debería conocerlos un estudiante de Derecho que está por concluir su carrera.

Aún más, si indagamos sobre el conocimiento de autores nacionales como Octavio Paz, Carlos Fuentes, Enrique Krauze o Gabriel Zaid, descubriremos que ni idea tienen de que existen.

Y lo mismo sucede con los poetas, pintores o literatos latinoamericanos.

Última reflexión: ¿De quién es la culpa? ¿De los profesores que no enseñamos y nos conformamos con trasmitirles a los alumnos conocimientos superficiales, rudimentarios que les serán de muy escasa utilidad en su vida profesional? ¿De nuestra propia falta de actualización y motivación hacia los alumnos?

¿De los estudiantes que carecen de interés por afianzar o ampliar sus conocimientos? ¿ De los padres de familia que no se preocupan por darle seguimiento a la formación de sus hijos?

¿De las instituciones de educación superior que se mantienen ancladas en sistemas académicos obsoletos? ¿De su mercantilismo académico? ¿De su excesiva politización?

No lo sé. Pero creo que es un poco de todo, lo que en conjunto da como resultado profesionistas impreparados y por tanto proclives a la frustración. Al margen de culpabilidades, algo tenemos qué hacer.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 88602

elsiglo.mx