Tal pareciera que muchos de los ideales del antiguo espíritu olímpico de los juegos panhelénicos, rescatados en 1896 por el barón Pierre de Coubertin están encontrando una manifestación más auténtica en los que desde hace unos años han venido llamándose Juegos Paralímpicos, que en aquellos que reúnen a los atletas de mayor renombre y especialización.
En los Paralímpicos personas que tienen alguna capacidad física distinta a las consideradas capacidades normales del cuerpo humano, dan muestra de ese entusiasmo auténtico por la posibilidad de poder competir en una justa internacional, dado que ya en sí mismo ese simple hecho es para ellos en la mayoría de los casos un auténtico milagro.
La competitividad profesionalizada de la que hacen gala los deportistas que cada cuatro años se reúnen en la determinada sede olímpica; la frustración que supone la medalla de plata cuando las esperanzas nacionales se habían puesto sólo en la de oro y la explosión mediática y mercantilista que rodea a los modernos Juegos Olímpicos, provoca que en estos momentos muchos de los que añoran ese viejo lema del propio barón de Coubertin: “Lo importante en el deporte no es ganar sino competir”, tenga una referencia admirable en personas que o bien han remontado a lo largo de toda su vida una deficiencia orgánico funcional o bien sufrieron en algún momento de su pasado una lesión que los ha afectado en su seguridad personal o en desarrollo de algunas de las funciones diarias, pero que en todo caso, sea cual fuere la causa de su discapacidad motriz o funcional plena, el simple hecho de decidirse a hacer deporte y destacar en él como para ser llamado a representar a su país en una gesta deportiva en la que se aprovechan todas las instalaciones de la gran olimpiada y a la que acuden exclusivamente personas con una capacidad distinta a las consideradas normales.
Una de las grandes luces de la época presente, contrastante con muchas de las sombras existentes en nuestro entorno mundial, es la valoración social que día a día viene haciéndose en la sociedad en general respecto de las personas que mantienen capacidades distintas.
En México todavía tenemos mucho por hacer, puesto que inclusive cosas tan elementales como puede ser simplemente respetar los espacios de estacionamiento dedicados para vehículos que transporten a alguna persona con capacidades distintas no los sabemos respetar y nos creemos incluso muy listos por transgredir esa norma mínima de urbanidad y decencia.
Qué no diremos respecto de la construcción de rampas o vialidades específicas para esos semejantes nuestros que tienen no sólo que sobreponerse a esa limitación orgánica, sino que tienen que ejercitar verdaderas carreras de obstáculos en el simple paso por una calle; o qué decir de las incomprensiones, groserías y burlas de quienes gozan supuestamente de cabal salud pero son los auténticamente minusválidos en valores cívicos, culturales y simplemente humanitarios.