Bajo el aparente pretexto de que vivimos en un Estado no confesional y aplicar el principio del laicismo en un sentido negativista, podemos constatar en los últimos tiempos una actitud por demás agresiva en muchos de los medios de comunicación social en nuestro país, sobre todo los que se generan desde la Ciudad de México en contra de la Iglesia católica en general y en contra de sus dignatarios en particular.
Es curioso ver cómo cuando menos una vez a la semana obispos y cardenales son materialmente asediados por reporteros, impidiéndoles terminar inclusive algunos actos de culto al rodearlos con su grabadoras y cercarlos hasta que no den una contestación polémica en relación con la última noticia en el ámbito gubernamental, para posteriormente realizar toda clase de críticas a lo dicho o dejado de decir por el dignatario eclesiástico correspondiente.
En el manejo de la información generada por las esferas eclesiales se nota en general de parte de reporteros, columnistas, editorialistas, jefes de información y de redacción una gran ignorancia y por ende una enorme superficialidad al pretendidamente realizar los comentarios correspondientes a esas notas.
Inclusive el propio Juan Pablo II refiriéndose a este hecho a nivel internacional se lamentaba el pasado seis de febrero al afirmar que estos medios informativos distorsionan con frecuencia los documentos del magisterio de la Iglesia, por lo que ha pedido encontrar modos oportunos para su transmisión.
En lo particular quisiera pensar que es sólo eso: falta de una cultura religiosa seria y profunda, aunque desgraciadamente en muchos casos tengo que concluir que también de parte de algunos otros importantes hombres y mujeres del ambiente de la comunicación social se constata una actitud agresiva y de mala fe contra todo lo que suene a católico.
Cuando uno empieza a ver la mayoría de los distintos diarios, las revistas de circulación semanal, cuando escucha a algunos de los comentaristas con programas de alto impacto radiofónico o ve en la televisión programas de opinión o los famosos “talk show” uno acaba pensando que la población mexicana pretendidamente servida por tales medios informativos debe ser minoritariamente católica; que la fe no ha arraigado o se ha perdido de la forma de ser y en las costumbres de la mayoría de los mexicanos; que formamos una nación descreída, cuando que una de las grandes fuerzas de nuestra nacionalidad sigue estando indudablemente en la fe con la que reaccionamos en lo más hondo de nuestro espíritu.
Desde hace varias décadas grupos minoritarios de políticos, seudointelectuales y personalidades de la opinión pública han procurado transformar a través del control del sistema instruccional y del informativo el sentido común de nuestro pueblo profundamente religioso y así conseguir sus aviesas intenciones de control social y político.
Cuando uno ve la mayoría de los medios de comunicación social (una notable excepción es indudablemente este diario), acaba recelando si no va por muy buena senda ese propósito de acabar con uno de los principales patrimonios de este pueblo mexicano: su profunda fe y esperanza fincados en los arraigados principios religiosos.
Si estos medios de comunicación logran su objetivo de dejarnos sin ese sentido de fe y esperanza: ¿qué alternativa nos presentarán para mantener unido a un pueblo como el mexicano?