En buena hora, las direcciones nacionales del PAN y el PRD han convenido, en principio, alianzas en algunas de las entidades donde ocurrirán comicios este año. No veo razón de fondo para oponerse a esos acuerdos todavía preliminares, que para concretarse requieren el cumplimiento de las estipulaciones estatutarias en cada partido.
Los programas comunes se establecen cuando se consuma el acuerdo de coalición. Las alianzas no suponen traición a los principios y son formas de acción frecuentes en todas partes. Y ambos partidos las han practicado ya, o buscaron realizarlas.
El caso más notable, aunque haya quedado en intento, es el protagonizado por Vicente Fox y Cuauhtémoc Cárdenas en 1999. Privaba en muchos ánimos, entre ellos los de los mismísimos candidatos presidenciales, la convicción de que unidos conseguirían vencer al partido del Gobierno y romper de ese modo la continuidad de un régimen de más en más ajeno y aun contrario a los intereses generales.
En respuesta a una propuesta de Manuel Camacho, los dos candidatos autorizaron a un grupo de ciudadanos a explorar los métodos de designación del candidato de una vasta coalición de fuerzas. Si la alianza entre el PAN y el PRD no se concretó entonces fue a causa de que, tras arduos esfuerzos, los participantes en el ejercicio metodológico no hallaron una propuesta satisfactoria para las partes. Pero Fox y Cárdenas estaban dispuestos a una alianza.
No era contra natura tal intento. Ciertamente, entonces como ahora separan a esos dos partidos diferencias programáticas y prácticas muy notorias. El rescate bancario había marcado una distancia insalvable ente perredistas y panistas. Los diputados de esta última filiación hicieron al Gobierno priista el inmenso servicio de cohonestar el ilegal funcionamiento del Fobaproa, que comprometió inmensos recursos públicos sin autorización del Congreso. Y sin embargo la diferente conducta de unos y otros legisladores, basada en principios igualmente diversos, ocurrió en un entorno específico, que no alteró la disposición de ánimo de los candidatos presidenciales a intentar una aproximación. Ello no significó, por supuesto, traición a las convicciones de ninguno de ellos ni implicó dar la espalda a la doctrina de sus partidos.
Antes y después de ese momento, con varia fortuna, esos partidos han actuado juntos, sólo ellos o en compañías de otras formaciones. En 1991, unidos postularon al doctor Salvador Nava y ganaron la gubernatura de San Luis Potosí, aunque el Gobierno de Salinas robara la elección.
Participaron juntos, también, en elecciones para gobernador en Tamaulipas y Durango, sin éxito, pero lo tuvieron en Chiapas y Nayarit, como parte de coaliciones más amplias. Fueron también en la misma línea hace apenas dos meses, en Colima. En todos esos casos, a los propósitos propios de cada partido se sobrepusieron intereses más amplios y superiores, no siempre logrados pero siempre buscados.
Cuando en 1987 el ingeniero Cárdenas rompió con el PRI, se hizo candidato de partidos para entrar en los cuales había que cubrirse la nariz ante la fetidez que despedían. Aunque no es justo —y aún más, resulta absurdo— comparar a Vicente Lombardo Toledano con Rafael Aguilar Talamantes, lo cierto es que ambos habían fundado partidos peleles, el PPS y el PFCRN, que disfrutaban de gajes gubernamentales. Disputar por ellos, sobre todo en el tercer partido de los que apoyaron a Cárdenas, el PARM, había convertido su vida interna en un perpetuo sainete. La categoría ética y política del entonces candidato presidencial por primera vez se colocó, sin embargo, por encima de la catadura de esas agrupaciones. Su alianza no los igualó. Construyeron con la Corriente Democrática salida del PRI y luego con el Partido Mexicano Socialista, un instrumento electoral. Para eso son las alianzas, para ganar eficacia en las elecciones (aunque por supuesto pueda llegarse al extremo contrario).
Las alianzas entre el PAN y el PRD son perfectamente explicables y pueden ser muy útiles para conseguir alternancia en las entidades dominadas sin fisuras por el PRI, o como en Chihuahua, donde recuperó el Gobierno y se apresta a mantenerlo mediante los procedimientos del ayer. No hay de qué avergonzarse en las alianzas que buscan el refuerzo de una candidatura que puede resultar triunfadora.
Por eso el PAN se alió con el PVEM en 2000, y en ese mismo año el PRD se coaligó con el impresentable partido de la Sociedad Nacionalista, con el sinuoso PT y con el respetable Alianza Social. Este último partido contiene los restos del sinarquismo electoral. La UNS, no hace falta recordarlo, nació para oponerse al cardenismo y sin embargo sesenta años después su remanente actuaba al lado del hijo del prócer impugnado. ¿Quién lanzaría la primera piedra contra el PAS y Cuauhtémoc Cárdenas por considerarlos incongruentes? A partir de sus convicciones diferentes, una y otra parte coincidían en una coyuntura específica y para un fin determinado.
No es vergonzante unirse para ganar una elección. Menos lo es cuando se trata de contribuir a la transición que va del predominio de un partido hegemónico a la mala, a la verdadera contienda de partidos. La pérdida de la mayoría priista en las cámaras federales y de la Presidencia de la República no supuso en sí misma la cabal debacle del partido que fue sostén y creación del régimen autoritario. En diecisiete estados gobierna ese partido todavía. Batirlo en esas entidades es una bandera, un programa.