No sé si a ti te ha pasado. Al doctor Álvaro Rodríguez Villarreal (Q.P.D.) le pasaba de vez en cuando: que buscaba cosas como su navaja de afeitar, un peine, cosas de ésas en el baño, donde por lo regular no se guarda nada fuera de eso y no las encontraba. Dejaba la búsqueda por un momento y cuando volvía a ella ahí estaba lo que quería, al primer intento. A mí me pasa esto, particularmente con fotografías o con recortes de artículos que me gustan de algunos escritores y que, por eso guardo; pero cuando los busco no los encuentro y un día me saltan a los ojos cuando menos espero.
Lo que ahora me ha saltado a ellos, a los ojos, es una fotografía en la que aparezco en mi casa en compañía de Federico Elizondo Saucedo, Rafael del Río y Javier Belausteguigoitia, que esa mañana dominical habían ido a visitarme porque sí, condición que logra las mejores entrevistas. Lo de dominical lo saco por como vestimos, unos totalmente informales y otro de saco y corbata. De esta fotografía fácil hará medio siglo. Lo dice mi cabello totalmente negro, en tanto que a Rafael que era de mi misma edad ya le blanqueaba por los aladares.
Eran los tiempos en que, como Antonio Flores Ramírez decía, Rafael del Río se “proustituía” a diario, es decir a diario se leía sus buenas raciones de la obra de Marcel Proust, a quien respetaba tanto que fue por él y no por nada, que sus hijas se llaman Albertina y Marcela.
Rafael había llegado a Torreón, de Saltillo, con un libro bajo el brazo: “Sitio en la Rosa” que a Homero del Bosque tanto le gusta, cuyos primeros cuatro versos dicen: “Rosa, ¡oh flor de la verdad!, delicia fruto; / pasión completa del total sentido; / pequeña concreción de lo vivido; / de humana soledad goce absoluto”. Años después, ya identificado con nuestra tierra que fue suya, le dedicaría su “Épica del Desierto” que empieza diciendo: “¡Canto al desierto, canto su misterio! / Es una austera, dura maravilla, / una difícil, áspera belleza; / es como una raíz oculta, ausente. / La luz en él aumenta sus espejos, / la soledad su agreste melodía, / el tiempo su desnuda, ácida arena; / sin memoria, inmortal, el aire esplende”. Sus días se los pasaba en la Cámara de Comercio de la cual era Gerente, después de dar su cátedra de Literatura por la Venustiano. En la Cámara, de la que yo era Consejero, fue donde le conocí y a partir de entonces, al terminar ambos con nuestro respectivo trabajo diario, nos reuníamos para tomar un café por cualquiera de nuestras cafeterías, “La Americana” con mayor frecuencia y los domingos una cerveza por algún negocio del oriente, el menos frecuentado, para obtener silencio.
Aquellos años estuvieron llenos de vida. De los que estamos en esa fotografía hace tiempo que no veo a Javier Belausteguigoitia, que no sé de él; los otros ya se me fueron. Tanto esfuerzo, tanta esperanza, han quedado en nada. Si me levanto y voy y tomo el libro en el que estoy pensando, sé que al abrirlo, en su primera página encontraré escrito con la casi ilegible letra de Rafael estas palabras: “Nunca es tarde para leer a Proust”. Y me preguntaré si allá en el sitio donde ambos se encuentran lo habrá encontrado y sus espíritus se habrán identificado. Doy un trago a mi vaso de agua y pienso: Así fue.