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Asunto de política interior

Luis Rubio

(Segunda y última parte)

El tiempo ha erosionado ese entendido. En una primera instancia, el cambio político en México a lo largo de la última década hace cada vez más innecesario el apoyo político cubano; no es casualidad que las tensiones comenzaran desde el sexenio priista anterior. Por otro lado, la incertidumbre respecto a la permanencia del régimen cubano, un sistema y un Gobierno que es cada vez más anacrónico en el mundo, ha orillado a Castro a tomar posturas que antes resultaban tabú. No hay que olvidar que a pesar de la veda de acciones guerrilleras que tácitamente existían, es conocido que Marcos y compañía fueron entrenados en la isla. Además, en la medida en que la relación se ha deteriorado, Castro ha manipulado a sus apoyos internos con el evidente propósito de favorecer al candidato de su preferencia rumbo a 2006. Por donde uno le busque, el interés nacional de Cuba, o al menos el de su Presidente, no coincide con el de los mexicanos que esperan un proceso electoral limpio y transparente.

Vuelvo al tema de fondo: Cuba se ha convertido en un asunto de política interna. Quizá hace veinte años había una coincidencia de propósitos entre los Gobiernos mexicanos de entonces y el cubano de siempre. Pero tanto la coincidencia como las reglas implícitas del juego cambiaron en el curso del tiempo. Cuba se ha convertido en un actor central de la política mexicana no sólo por las coincidencias ideológicas (plenamente legítimas) de algunos políticos y partidos en México con el régimen castrista, sino por el enorme despliegue que el Gobierno cubano muestra en la política nacional. Más allá de sus redes de espionaje e inteligencia, su verdadera fortaleza reside en las alianzas y lealtades que ha construido a lo largo del tiempo. Para ilustrar basta un botón: hace un año, cuando el Gobierno mexicano se aprestaba a decidir sobre su voto en el foro de Derechos Humanos de la ONU, Castro invitó a cien legisladores mexicanos a la isla. Se trató de un flagrante y evidente desafío de un Gobierno a la decisión soberana de otro, con el agravante de que utilizó a sus representantes populares como peones de negociación.

El punto de todo esto es muy simple: uno puede estar de acuerdo o no con el viraje de la política mexicana hacia Cuba o, en general, respecto al abandono de principios que se mantuvieron incólumes por décadas, como el de la no intervención en los asuntos de otros países. Pero de lo que no hay duda es que Cuba se ha vuelto un tema de política interna. Desde esta perspectiva, el Gobierno del presidente Fox ha reaccionado de la única manera posible: en contra de un Gobierno exterior que insiste en ponerlo contra la pared. La alternativa era convertirse en un lacayo de ese otro régimen.

Dadas las circunstancias y los cambios de la última década, es evidente que tarde o temprano acabaríamos en este lugar. Más allá de diferencias de perspectiva y preferencias políticas, ningún actor político nacional puede ignorar la verdadera naturaleza de la relación y las evidentes diferencias entre ambos sistemas de Gobierno en materia de libertades ciudadanas. Y esas libertades en México dan plenamente para que cualquier persona se reúna con cualquiera otra, mexicana o cubana y el Gobierno no tiene legitimidad para reprobar esos contactos. Pero sí sería deseable que todos los actores políticos reconocieran que los intereses de México no siempre coinciden con los del comandante Castro y viceversa. Lo que es evidente para él, debería serlo para todos los mexicanos también.

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