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Beslán/Umbrales

Alejandro Irigoyen Ponce

Rimma Butueva llora en silencio, justo como lo ha hecho sin parar desde el miércoles primero de septiembre. Su rostro delata que sufre el dolor más grande que ser humano pueda experimentar.

El sábado, su imagen en cuclillas, acariciando con ternura el rostro de su hijo dio la vuelta al mundo. Doctora de profesión, rusa caucásica por obra del destino, vive el peor drama imaginable, el de perder todo lo que es realmente importante y de un solo y brutal golpe: el amor, la felicidad, la fe, la tranquilidad y la esperanza abandonaron su cuerpo y eso resulta evidente. Su pequeño, de tan sólo nueve años de edad, es una de las 366 víctimas fatales de la toma de un colegio en Beslán, Osetia del Norte, a manos de un comando separatista checheno.

José Stalin, el ex dictador de la URSS, solía afirmar –en el apogeo de las sangrientas purgas- que la muerte de un hombre era una tragedia, pero la muerte de mil hombres, una estadística. Hoy el mundo no puede permitirse el desatino de reducir a una estadística este nuevo golpe propinado por el terrorismo a la humanidad.

Y es que los chechenos demostraron cómo se puede prolongar la agonía durante 52 horas de terror. Asamaz Bekoyev, de tan sólo once años de edad, relata lo que fueron esas horas de angustia, sin alimentos ni agua, semidesnudos y hacinados en el gimnasio de su escuela. Su testimonio desgarra al mundo y sin duda, despoja de cualquier posibilidad de resignación a los padres, hermanos y esposos de las víctimas.

Habría que imaginar a Rimma, con esa proyección de lo que fueron las últimas horas de su hijo, para encontrar la justa dimensión de lo que el terrorismo significa y el estado de vacío, la sensación de pérdida que genera entre las sociedades secuestradas por el temor.

A Beslán hay que agregar otros demoledores golpes del separatismo checheno, también el 11 de septiembre en Estados Unidos, el 11 de marzo en Madrid; la permanente guerra de odio que se vive en Oriente Medio y los zarpazos de Al Qaeda para conformar un mundo bajo la sombra de un enemigo brutal, escurridizo, sin rostro, que lanza como proclama “nadie está seguro” y que en los hechos demuestra que tiene el poder de arrebatar la tranquilidad a quien quiera y en cualquier rincón del orbe.

El terror como herramienta no le es ajeno al mundo. Los chinos consideraban como un arte el poder matar a uno y atemorizar a mil. Es la lógica de la violencia que abrazan entre otros, los separatistas y los fundamentalistas islámicos; es el arma de un moderno David, que se siente injustamente agredido y que considera todas y cada una de las moléculas del Goliat, cualquiera que este sea su rostro, como objetivo.

La gran diferencia es que hoy, gracias al poder de los medios de comunicación, al imperio de la tecnología, la imagen en vivo del drama llega a los hogares de todo el mundo. La reivindicación de causas, las demandas puntuales han pasado a segundo término. Lo importante es demostrar que se puede hacer daño, que se puede golpear a los inocentes, causar miedo, que nadie está seguro y esa es la gran conquista de los terroristas.

El mundo pierde, aun en las regiones que permanecen distantes de estas expresiones de odio e intolerancia, ya que en la balanza entre seguridad y libertad, se impone la primera en las naciones afectadas y luego permea al planeta entero en esta suerte de nueva “guerra fría”, mucho más brutal y generalizada que aquella que se vivió hasta los años ochenta.

Rimma Butueva llora en silencio, al igual que todo el mundo, que después de Beslán perdió otro poco de su humanidad.

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