EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Cárceles/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Mario Aburto es una especie de Zelig, el camaleónico personaje de Woody Allen, que cambia de fisonomía para adaptarse a las circunstancias. Apareció brevemente en la pantalla de televisión, anteanoche. Al descender de una autobús dijo su nombre para efectos de control. Apenas se parece a aquel muchacho que hace más de diez años, con el rostro tumefacto por la tunda que le asestaron al detenerlo, fue arrastrado por sus captores acusado de asesinar a Luis Donaldo Colosio. Porta anteojos que dan aire de serenidad a su rostro, ya no mofletudo como se veía entonces. Podría pasar como un prudente profesor.

La inesperada. Fugacísima aparición de Aburto en público ocurrió con motivo de su cambio de domicilio. Después de una década en La Palma, ahora es huésped de otro penal de alta seguridad, el de Puente Grande, cerca de Guadalajara. El asesino de Colosio (cuyo actual aspecto reviviría si hubiera caso la tesis de los varios Aburtos) formó parte de una “cuerda” de 45 reos trasladados por la vía aérea de una cárcel a otra el martes pasado, resguardados por miembros de las Fuerzas federales de Apoyo de la Policía Federal Preventiva.

La mudanza de los presos (varios de ellos capitanes de bandas de narcotraficantes o asesinos de políticos, como Aburto y Daniel Aguilar Treviño, que mató a José Francisco Ruiz Massieu) obedece, dijeron el secretario de Seguridad Pública, Ramón Martín Huerta y el responsable de esos penales, el doctor Carlos Tornero Díaz, a la necesidad de “retomar el control” de dichas cárceles, pues si bien no priva en ellas el autogobierno, se establece una excesiva familiaridad entre los reos poderosos y de ellos con el personal de seguridad de los establecimientos.

Los penales de alta seguridad no lo son estrictamente. Hace una semana fue asesinado en La Palma, Miguel Ángel Beltrán Lugo, apodado “El Ceja Güera”. Otro recluso le disparó cinco balazos, en un pasillo del área de comedores. Nadie ha explicado cómo el homicida se hizo de la pistola con que lo ultimó. Hace no mucho en ese mismo lugar otro preso, Alberto Soberanes Ramos, fue muerto como “El Ceja Güera”. Ambos formaban parte de la banda de Joaquín Guzmán Loera, apodado “El Chapo”. Es de temerse que las vendetas entre narcotraficantes no se libren sólo en las calles sino también dentro de los penales: El asesinato de Beltrán Lugo antecedió apenas en tres días a la ejecución de cinco individuos en Nuevo Laredo, vinculados con “El Chapo”, si uno se atiene al recado que dejaron los matones: “Este mensaje es para ti, Chapo Guzmán y para Arturo Beltrán Leyva”.

Guzmán Loera escapó de Puente Grande, el penal que ahora tiene nuevos distinguidos huéspedes, en enero de 2001. Lo hizo sin violencia, pero su escapatoria revela la porosidad de las cárceles, aun las consideradas a prueba de riesgo. La Procuraduría General de la República ha alertado —y al comparecer ante diputados el secretario Martín Huerta lo admitió anteayer— contra el riesgo de un ataque armado contra La Palma, para liberar a algunos reos. En torno de esa penitenciaría en Almoloya de Juárez ha crecido la población vinculada con los reclusos. Una colonia de gran lujo en Metepec es preferida por familiares de los presos más poderosos y el peligro de que su presencia facilitara una eventual huida masiva ha propiciado que autoridades hostiguen a los parientes, según denuncia de Osiel Cárdenas, uno de los jefes del narcotráfico que estaría en situación de huir.

La capacidad de fuego de que disponen bandas de delincuencia organizada ha hecho ya viable el ataque a prisiones en pos de reos a los que importa liberar. Aunque hasta ahora los asedios se ha producido en penales estatales, no está excluida la posibilidad de que se intentara un embate contra alguno de los federales. No sólo se atenta contra instalaciones endebles, como el centro de readaptación para menores, de Culiacán, sino contra cárceles bien protegidas como la de Apatzingán, asaltada hace meses para liberar a varios reos. En la capital de Sinaloa, apenas el 28 de septiembre un comando armado sacó del reclusorio juvenil a un sicario cuyo defensor hizo denodados esfuerzos por ubicarlo allí, alegando que tiene 17 años y seguramente contando con que de ese sitio sería más fácil liberarlo.

El domingo pasado, del penal mexiquense de Neza-Bordo escaparon seis integrantes de una banda de secuestradores, llamados “Los Macizos” y un reo más. Se abrieron paso a balazos en medio de la multitud que aprovechaba la visita dominical. Se puede presumir cómo se hicieron de las armas y el parque cuando se sabe que cualquier persona ingresa al penal, sin ser sometido a revisión, con sólo pagar doscientos pesos al único custodio que autoriza la entrada. Los macizos actuaron a las órdenes de Daniel Arizmendi, motejado “El Mochaorejas”, preso en La Palma.

Es cada vez más notoria y generadora de graves consecuencias la crisis de la práctica penitenciaria. No sólo no contribuye a la readaptación social, como quiere la teoría que juzga desadaptados a los delincuentes y no sólo convierte en criminales a quienes no lo eran (por ejemplo los que delinquen por primera vez, motivados por la necesidad o el azar), sino que son de suyo causa de violencia creciente. El hacinamiento que muestran los reclusorios capitalinos y casi cualquier cárcel y el poder determinante que la delincuencia organizada ha desarrollado en esos establecimientos, son factores que urgen a una cirugía mayor y no sólo a parches para “retomar el control” perdido.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 114103

elsiglo.mx