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Chávez en la política mexicana

Luis Rubio

Segunda y última parte

En su famoso texto del Federalista número 51, James Madison argumentaba que las instituciones y los contrapesos son necesarios para evitar las veleidades de los individuos. Según Madison, si los hombres fuesen ángeles, no se requeriría un Gobierno y si los ángeles fueran a gobernar, no serían necesarios controles internos o externos sobre el Gobierno. Pero como los hombres no son ángeles, decía Madison, requieren mecanismos institucionales que limiten su poder y lo sometan a un proceso de revisión y contrapeso, precisamente para que nadie pueda abusar de la ciudadanía. El planteamiento de Madison forma parte de la columna vertebral de la concepción liberal de la sociedad según la cual la democracia se funda en el pluralismo, la discusión pública y abierta de las ideas, el respeto del contrincante, la igualdad de acceso, la igualdad de todos los ciudadanos ante la Ley y los pesos y contrapesos.

Hugo Chávez ha trastocado la esencia de la democracia liberal. En lugar de pluralismo, igualdad de acceso y respeto al contrincante, ha optado por la confrontación, el vasallaje partidista y el clientelismo; ha concentrado el poder en su persona y ha minado todo vestigio de institucionalidad en su Gobierno. Cuando se expresan temores de la posibilidad de que alguno de la escuela de Chávez pudiera llegar al poder, lo que realmente se teme es que nuestras estructuras políticas no estén a la altura de las circunstancias, que los límites al abuso no sean tan sólidos como muchos creen y que la división de poderes, tan invocada como freno al presidente Fox, en realidad refleje sus propias incapacidades más que la solidez del sistema de instituciones vigente. La pregunta es qué se puede y debe hacer al respecto.

Sin duda, la situación política mexicana es muy distinta a la venezolana, pero muchas de las circunstancias específicas no son del todo diferentes, al menos en concepto. Hugo Chávez ha abusado del poder por dos razones muy simples, ambas aplicables a México en mayor o menor medida. En primer lugar, ha logrado explotar las inmensas desigualdades que existen en su país para beneficio político propio. Sin el menor pudor, ha empleado los recursos petroleros para beneficio personal; ha utilizado todo el aparato gubernamental para atender a su base política y construir clientelas por encima de partidos, instituciones gubernamentales y organizaciones civiles y ha creado un culto a su personalidad por parte de la población pobre, mayoritaria allá como lo es aquí. Lo peor de todo es que, a pesar de su retórica, no sólo no ha creado programas efectivos de combate a la pobreza, sino que la ha alentado para consolidarse en el poder. Chávez abusa del poder sin pudor alguno y no existe nada que se lo pueda impedir. Eso es lo que no debemos permitir en México.

Chávez explotó la pobreza de su país en beneficio propio. Este es el tema de fondo: la posibilidad de que un demagogo pudiera, como en Venezuela, hacer florecer los instintos revanchistas de la población pobre y culpar de todos los males al resto de la sociedad. El problema no reside en que esa manipulación (o liderazgo, según se prefiera) sea posible, sino que exista una población pobre tan grande y resentida.

Aunque cualquiera que me haya hecho el favor de leer esta columna sabe bien que tengo una acentuada preferencia por las soluciones de mercado a los problemas económicos del país, estoy convencido de que se requiere una nueva agenda y estrategia para enfrentar el problema de la pobreza en el país. Esa agenda debería incluir elementos como los siguientes: Reformas de fondo que rompan con los feudos que mantienen a los pobres en un círculo vicioso en el que todo, desde la educación hasta las remesas, para no hablar de subsidios indirectos, contribuye a arraigar un sistema ancestral de dominación; otorgar títulos de propiedad de la tierra a fin de que cada familia campesina tome control de su patrimonio; crear un mecanismo de otorgamiento de créditos a microempresas con garantía gubernamental, pero bajo el riesgo del operador bancario (mercado que se fortalecería con la titulación de la tierra); profundizar el combate a la evasión fiscal; eliminar las regulaciones que hacen florecer a la economía informal (en lugar de ampliarla a través de absurdos programas como el de changarros) y transformar la educación básica para convertirla en un instrumento de creación de capital humano y liberación personal, en lugar de la dependencia que hoy preservan.

En suma, urge un programa que haga posible la movilidad social para que, en una generación, se rompa el círculo vicioso de la pobreza. Cuando los pobres perciban que hay un futuro dentro del statu quo lo harán suyo y ningún demagogo podrá hacer diferencia alguna.

El país tiene futuro no en la medida en que se impida la competencia política por medios que, aunque presumiblemente legales, no dejan de ser frívolos en un país en el que la legalidad deja mucho qué desear. Lo que el país necesita es avanzar su transición política para completarla, consolidar la democracia, crear un Estado de Derecho, reducir drásticamente la pobreza y con ello, sentar las bases de una sociedad democrática y moderna. Esa es la manera en que se evitan las dictaduras. Todo el resto es mera demagogia.

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