A través de los años hemos ganado muchas cosas, pero hemos perdido muchas otras también debido a nuestra soberbia y al culto de falsos dioses, como el dinero, la moda, el poder. En este siglo que ha dado sus primeros pasitos tendremos la obligación de rectificar nuestros errores y lograr que las principales enfermedades físicas y sociales que sufre la humanidad sean erradicadas para siempre.
Durante decenas de años, los hombres hemos cometido un error imperdonable: menospreciar la aportación de la mujer a la sociedad.
Es absurdo el trato que han recibido las mujeres a lo largo de la historia, siendo que ellas, por el simple hecho de tener la fuerza y capacidad de llevar a un hijo en sus entrañas, pueden ser determinantes en el campo económico, político y social.
En la actualidad, gracias a la lucha incansable que miles de mujeres han emprendido a lo largo de la historia, nos hemos dado cuenta que uno de los más grandes errores de la humanidad es el de haberlas considerado como seres inferiores.
Cada vez que veo a una mujer desempeñando una ocupación antes exclusiva para los hombres, me invade una sensación de alivio, pues me tranquiliza saber que las cosas están cambiando. De no ser por las mujeres, ahora simplemente México no tendría medallas en los Juegos Olímpicos, lo cual hubiera sumido en la vergüenza a la nación.
Una de las personas más sabias de este planeta es sin duda Gabriel García Márquez y no lo digo por sus aportaciones a la literatura universal, sino por haber pronunciado en una ocasión las siguientes palabras: “Lo único realmente nuevo que podría intentarse para salvar la humanidad en el siglo 21 es que las mujeres asuman el manejo del mundo. No creo que un sexo sea superior o inferior al otro. Creo que son distintos, con distancias biológicas insalvables, pero la hegemonía masculina ha malbaratado una oportunidad de diez mil años”.
Estoy convencido que las mujeres son pieza clave en el deseado cambio de la historia. Si nos ponemos a pensar, muchas cosas serían distintas si las mujeres gobernaran en el mundo. Los hombres nos hemos jactado de actuar siempre conforme a los dictados de la razón, sin embargo, bajo esa falsa bandera cometemos las más grandes y crueles estupideces. No es difícil ver ahora que nuestros gobernantes han ejercido sus labores basándose más bien en la sinrazón, pues de lo contrario no hablaríamos ahora de pobreza, de injusticias sociales, de abusos de poder, de corrupción y de tantos males que han abierto heridas profundas en el mundo entero.
No tengo la menor duda en que las mujeres serían mejores gobernantes que los hombres, pues ellas no se olvidan nunca de oír el sabio consejo del sentido común, el cual ha sido menospreciado e incluso ridiculizado por muchos hombres al llamarlo “intuición femenina”.
Yo crecí en un hogar en donde reina una mujer: mi madre. Toda la inteligencia de mi padre, que a mi juicio es notable, no se compara a la que podría presumir mi madre. El consejo perfecto siempre lo da ella. Es mi madre la que siempre encuentra la solución a los problemas que suelen presentarse en casa. Nunca me faltó nada gracias a mi padre, pero sobre todo, gracias a las dotes administrativas de mi madre. En mi casa conocí la decencia, el respeto, la sencillez y la principal responsable de eso fue ella, mi madre. ¿Acaso no es éste un motivo suficiente para pensar que las mujeres serían excelentes gobernantes?
Mucho se habla ahora que en el siglo 21 la humanidad está condenada a desaparecer por la degradación del medio ambiente y el poder masculino ha demostrado su incapacidad para impedir esta tragedia debido, precisamente, a la incapacidad de sobreponerse a sus propios intereses. No sería mala idea dejar a la mujer, símbolo de entrega y lucha constante, la responsabilidad de revertir esta alarmante situación.
Dios me ha dado la dicha de estar rodeado de mujeres estupendas. En mi casa de soltero reinaba mi madre. En mi hogar de casado reina mi esposa. Ambas reinan en mi corazón. ¿Por qué no dejarlas también que reinen en el mundo?
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