Luisito era un niño muy popular en la escuela. Todos lo buscaban a la hora del recreo porque era excelente para contar chistes y, sobre todo, por los lonches que repartía a diestra y siniestra con tal de ganar amigos.
Un día, mientras esperaba la hora de la salida, concibió la loca idea de bajarle los pantalones a la maestra de deportes, cuyos atributos hacían suspirar a todos los pequeños inocentes de la primaria.
Antes de hacer la travesura, aquel chamaco previno a algunos de sus compañeros sobre sus intenciones. La voz se corrió rápidamente y grande fue la bola que se hizo, pues nadie quería perderse la oportunidad de conocer mejor a su maestra.
El momento esperado llegó. A lo lejos venía la maestra con su acostumbrada prisa y, justo cuando pasó frente a toda esa muchedumbre de mocosos, Luisito cumplió con su cometido dejando al descubierto las níveas bragas de la señorita.
La ira de la maestra fue sólo comparable a las carcajadas que despertó la travesura de Luisito. Ese mismo día, el director de la escuela citó al papá del popular niño para comunicarle la determinación de correrlo definitivamente del plantel.
Cuando los amigos de Luisito se enteraron de su expulsión, decidieron organizar una marcha por los patios de la escuela para exigir la revocación de dicha orden. Fue así como al terminar el recreo, en lugar de volver al salón, comenzaron con una marcha en apoyo a Luisito. Al llegar a la oficina del director, aquellos niños revoltosos expusieron su demanda. Inmutable, el director les explicó que Luisito había incurrido en una falla muy grave, lo mismo que ellos al no estar en su aula. Bajo el riesgo de correr la misma suerte que el chamaco fisgón, se fueron despavoridos a su salón y aquella manifestación quedó completamente disuelta.
El caso de Luisito es más común de lo que podemos imaginar. No me refiero a la intención de los niños de ver los calzones de sus maestras, sino más bien a la intención de poner freno por medio de marchas a la aplicación de la autoridad.
El más reciente ejemplo lo encontramos en la marcha celebrada el pasado domingo en apoyo a Andrés Manuel López Obrador. Para sorpresa de muchos, más de 300 mil personas se congregaron para rechazar el posible desafuero del Jefe de Gobierno del Distrito Federal por su desacato a una orden judicial en el caso El Encino.
La incapacidad de López Obrador de emprender una batalla legal queda manifiesta al entablar solamente una lucha política basada en descalificaciones, acusaciones infundadas, en delirio de persecución, y en la manifestación de una masa de muchas cabezas pero de pocos cerebros.
Las manifestaciones políticas no deben estar nunca por encima de las disposiciones legales. Político populista al fin y al cabo, López Obrador no entiende el verdadero sentido de la ley, pues él y sus colaboradores la han violado en múltiples ocasiones.
Hay quienes piensan que desaforar al político tabasqueño despertaría una enorme indignación ciudadana, al grado que el País se vería sumido en un completo caos. Quizás esta opinión sea acertada, sin embargo, más caos generaría la posibilidad de que un servidor público quedara encima de la ley simplemente por contar con un alto índice de popularidad.
Existen múltiples motivos para desconfiar de López Obrador. Quien se rodea de pillos, no puede ser muy distinto a ellos. La misma organización de la marcha fue un acto de pillería, pues para la ocasión cientos de trabajadores del Gobierno del Distrito Federal fueron obligados a sacrificar una parte de sus salarios. ¿Qué se hizo con ese dinero? Lo mismo de siempre: acarrear a miles de aplausos y de vivas.
López Obrador se queja de un continuo complot en su contra, mediante el cual fuerzas poderosas buscan frenarlo en sus aspiraciones políticas. Lo paradójico del asunto, es que en medio de todas estas misteriosas conspiraciones, está la del Rayo de Esperanza para frenar la aplicación de la ley en su contra.
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