El domingo pasado nos levantamos bastante temprano, por eso de que no nos fuera a dejar el camión. La cita era a las ocho en una calle cercana al domicilio de este columnista y de ahí partiríamos al Ángel de la Independencia con el objetivo de marchar hasta el Zócalo capitalino. Todos íbamos vestidos de blanco, color que a algunos no les gusta pues representa precisamente la ausencia del mismo y a otros les apasiona al ser vistos como ejemplo claro de pacifismo, ante todo de redención, perdón o cambio. Yo quise afanosamente aquel domingo verlo como una nueva oportunidad de cambiar a México, de luchar por una causa común que por fin nos uniera después de años enteros de desunión.
El trayecto transcurrió pacíficamente, todos íbamos platicando de lo que nos afecta profundamente, hasta las entrañas: la inseguridad que no respeta ya orígenes ni clases sociales; aquella que trastoca las vidas de millones de voces a las que nadie parece escuchar. Diga lo que diga López Obrador, aquí nunca hubo mano negra ni segundas intenciones, pues el único y común objetivo era mostrarle a los Gobiernos –ya sea federal, estatal o municipal- nuestro enojo y profunda desesperación ante un problema que se ha vuelto sintomático en la existencia de todos y que nadie ha sido capaz de resolver. Sí, queríamos marchar para demostrar que somos muchos los que al unísono pedimos a gritos o en silencio un plan de ataque que sea eficaz y sirva, que corte de una vez por todas la inercia y podredumbre implícita en el temeroso, cobarde acto de coartarle al ser humano las libertades básicas que en esencia debería de gozar en una sociedad moderna.
Charlamos bastante cuando íbamos hacia nuestro destino. La señora Pérez, empleada doméstica, víctima de un secuestro: al hijo de veinte años lo tuvieron casi tres meses en cautiverio pues no podía reunir la irrisoria cantidad de cincuenta mil pesos que los plagiarios demandaban. Por fortuna no le mataron al vástago pero “desde entonces joven, no puedo dormir, vivo intranquila pensando que ya nos tienen localizados y en cualquier momento vuelven para atracar”. Y de ahí para el real historias tétricas, tremendamente difíciles de digerir en un domingo cualquiera o en lunes o martes o cuando y donde me digan.
Sigue la charla, se ponen las cosas de color de hormiga al oír el testimonio de un señor al cual le falta un dedo: se lo cortaron a cambio de su libertad. Parece no importarle, sigue adelante pues considera la solución, ahora sí que como diría la exitosa campaña de José López Portillo: somos todos. También mucho hacen los niños pues participan silentes si bien en su mirada existe la sapiencia, terrible noción de que aquel paraíso del que sus padres hablaban, ése en donde México era un sitio amable donde se podía transitar con entera tranquilidad, sencillamente ya no existe, ya no les tocó ir por la calle de noche sin mayores límites que los de la imaginación y el deseo. Ahora es el miedo el factor dominante, ese que castra nuestras acciones, tortura el pensamiento y cala de manera honda en la esperanza.
Desde el terremoto de 1985 no había visto yo nada tan impresionante como la marcha del domingo pasado. Fue la amalgama de historias, vidas y deseo unidos en pos de demandarle al Gobierno un alto a la impunidad, un estate quieto, deja los rollos para otro día y cumple el mandato, la orden que te estamos dando para que te pongas ya a trabajar y dejes de vendernos quimeras baratas que ni el más tonto de los habitantes compra. Ya no nos des cifras barrocas, no pidas indulgencias históricas ni tiempo, pues es precisamente el paso del mismo lo que lentamente nos está matando de desesperación y angustia. ¿Fatalista? No, mejor llámenme un realista convencido en que todavía algo podemos hacer. Y claro, la vibra sentida por aquellos que se aventuraron en la marcha fue sencillamente única e irrepetible: sabías al de al lado, a aquel perfecto extraño como tu hermano en el dolor, compañero de la épica en contra del puñado de sátrapas a los cuales debemos eliminar de nuestras vidas cuéstele a quien le cueste.
La respuesta no se hizo esperar: Fox dio signos de madurez política al aceptar la gravedad del problema y legitimar la marcha. Dice que hay mucho por hacer y ya hasta está ofreciendo caminos –presuntamente- viables para atacar al crimen organizado en todos sus niveles. Lo que todavía no me puedo sacar de la cabeza y me tiene profundamente decepcionado son las declaraciones del jefe de Gobierno capitalino, Andrés Manuel López Obrador. ¡Pero en qué mundo vive este tipo! ¿Alguien lo cree ya capaz de encabezar los destinos de la nación cuando es víctima de la más absoluta ceguera? Ha sido perfectamente decepcionante darme cuenta de que todo lo que ha venido haciendo en los últimos tiempos es fabricar culpables y señalar complots para evadir sus responsabilidades al frente de un electorado que simple y llanamente no le cree nada. Estoy de acuerdo con la iniciativa privada: el cuate debe renunciar si sigue por la misma senda.
No Andrés Manuel, no existió mano negra en la marcha. Tan sólo las voces de miles de gentes cansadas de que no estés cumpliendo con tu labor y en el combate a la delincuencia estés reprobado. Así de fácil.