Un nuevo hecho genocida nos conmociona; esta vez fue en pleno corazón de Madrid, donde doscientas personas inocentes han pagado la cuota de sangre por un mundo cuyo corazón está enfermo.
Si los medios de comunicación hubieran estado presentes durante los episodios cruentos de las dos grandes guerras del siglo veinte, nos habríamos estremecido como lo hemos hecho con este acontecimiento. En un mundo dominado por la comunicación, los medios impresos y electrónicos nos recuerdan que estar con vida es cada vez un milagro mayor, cuando el mal extiende sus tentáculos de muerte.
Hemos llorado con aquellos hombres y mujeres que quizás acababan de despedir al ser amado minutos antes, y ahora se afanan en hallar sus restos mortales entre los humeantes hierros. No podemos ser sordos a los gritos de aquellas madres; al sollozo contenido de un pequeño que ha quedado en una orfandad que todavía no entiende.
Hoy ha sido España; ayer Estados Unidos. Nuestro mundo se agita en grandes convulsiones, y nuestro corazón se repliega de miedo.
Ahora bien. ¿Qué hacer desde nuestra modesta posición cada cual? ¿Cómo participar activamente para evitar que la violencia toque más y más vidas inocentes? De primera instancia nada viene a la mente, sin embargo hay mucho qué hacer.
Habría que preguntarnos qué mueve a los autores intelectuales de estos atentados para emprender a sangre fría en contra de civiles que nada les han hecho directamente. Tendremos que darnos una asomada a sus sentimientos para saber qué dolor tan grande los ha dejado como bestia herida, dispuestos a dar mordidas y zarpazos sin reparar contra quién o qué. Habrá que hacer uso de la imaginación para remontarnos a su infancia y entender que ese corazón no se dañó ayer ni hoy.
Ahora habría que mirar en torno nuestro y comenzar a identificar aquellas acciones personales que pudieran estar contribuyendo a alentar estos odios y estos desamores. Habrá que analizar si no estamos invirtiendo el tiempo de los hijos en prepararnos para un cómo descuidando el qué. Esto es, nuestra inquietud por ser mejores ejemplos pudiera estar consumiendo nuestro tiempo en lecturas, cursos o grupos de apoyo. Cuando ese tiempo estaría mejor aprovechado al lado del hijo, aplicándonos en conocerlo y en patentizarle de manera directa nuestro amor. Ciertamente hace más bien una caricia que un discurso retórico, y sana más un momento de atenta escucha al hijo que lo solicita, que hacerlo a un lado con aquello de que no tenemos tiempo, pues estamos muy ocupados emprendiendo actividades de otro tipo.
Probablemente el aprendizaje de nuevas técnicas sea útil, pero nunca superará al contacto amoroso de un niño con sus padres. Pudiéramos utilizar nuestro tiempo en orar por el bien de nuestros hijos, pero nada se habrá logrado si dejamos de atenderlos y vigilarlos mientras nos recogemos en oración.
Nos ha tocado vivir en un mundo retador y rico en posibilidades. Pero es a la vez un mundo que exige mantener mente y corazón abiertos y en su lugar, sin dejarnos deslumbrar por el avance en conocimientos, descuidando los asuntos del espíritu.
Podrá el hijo sentir que no sabemos resolver un problema de matemáticas avanzadas. Pero que no sienta que no estamos con él en sus horas de duda.
Podrá hasta abochornarse porque su madre no sabe ni siquiera encender una computadora cuando él siendo niño conoce todos los programas de computación y los maneja. Pero que no sufra porque nos llamó y estábamos muy ocupados para atenderlo.
Podrán los chicos tacharnos de ?pasados de moda?, pero que no lloren en el silencio de la soledad, o se extravíen entre los rumores de un mundo que los seduce con la palabra, mientras teje su tela de araña para atraparlos.
Lloremos los llantos de la humanidad, pero regresemos de inmediato a atender nuestra parcela. Que no nos sorprenda la escasez sin reservas en el hogar; que no sufran los nuestros una cuota de imprudencia y falta de previsión al educarlos.