Las historias personales quedan de alguna manera marcadas por eventos importantes. Asimismo, es el conjunto de estas historias personales, lo que finalmente constituye la historia colectiva de los pueblos, y se imprime en los anales intemporales de la raza humana.
Han pasado diecinueve años desde aquella trágica mañana que cambió para siempre el sentir de los capitalinos con respecto a los movimientos telúricos. Se cumplían las profecías de algunos ingenieros visionarios que advirtieron acerca de lo que podría suceder al construir grandes edificios a lo largo de una falla natural, pero como suele suceder, en este país la ciencia va por un camino y la política por el otro. Y difícilmente se da el encuentro afortunado de ambas para bien de los ciudadanos. Las palabras de advertencia quedaron en el viento, como ecos que martillan en la nada.
Muchos años tuvieron que pasar para que sus presagios se volvieran una realidad palpable, cruenta, una realidad de muerte. Y nuevamente la política minimizó el número de pérdidas humanas, nunca hubo registro de los incontables cuerpos que se transportaron entre las toneladas de escombro a los rellenos sanitarios. Y de nueva cuenta la política para construir una verde plaza en donde el Regis en el primer cuadro, dejó tantos muertos que no podían ocultarse. En tanto que poco o nada se hizo con aquellas familias marginales que luego de cinco o seis años se cansaron de vivir en tiendas improvisadas, en espera de una vivienda digna.
La Plaza de las Tres Culturas, mudo testigo histórico del 68, miraba con dolor cómo se colapsaba aquel edificio Nuevo León, uno de los patrimonios de la moderna arquitectura mexicana. Muda quedó la iglesia; mudos los muros centenarios; silencio fue todo en derredor de la mole de hierros y polvo en que se había convertido el abarrotado multifamiliar.
A los hijos del siglo veintiuno les resultará extraño aquello de que los afectados por el gran sismo no podían comunicarse desde el Distrito Federal vía telefónica. Seguramente nos preguntarán, ¿se descargaron los celulares, o se dañó el servidor de las computadoras? Es difícil dimensionar los avances tecnológicos que se han dado en poco menos de veinte años, y entender lo que no había hace cuatro lustros, cuando ahora el más sencillo de los ciudadanos cuenta con muchos medios de comunicación al alcance de la mano.
Algo, sin embargo, quedó claro durante aquel septiembre trágico. El ser humano está por encima de todas las tragedias, y su capacidad de dar y de recuperarse es muy superior a las limitaciones que marca el medio externo. De inmediato surgieron los voluntarios, salieron por doquier almas dispuestas a enfrentar las réplicas del gran sismo, para tratar de salvar a otros.
Precisamente en estos días cumplen diecinueve años aquellos recién nacidos milagrosos, que pudieron sobrevivir hasta tres días sin agua ni alimento, para ser rescatados prácticamente ilesos. Muchos de ellos al lado de sus madres muertas.
Las historias serían interminables; de aquella tragedia emergió la cara buena del mexicano, la cara que poco se muestra y mucho se distorsiona en las producciones cinematográficas norteamericanas, pero que está presta a surgir cuando la ocasión lo demanda. De alguna manera todo el país se unió a la cruzada por la reconstrucción de una capital devastada en sus cimientos, en sus pertenencias, y en su tranquilidad.
Hoy forma parte de nuestra historia; sin embargo como se ha puesto de moda recomponer los hechos según el partido en el poder, más vale dejar constancia de lo que fue, y que nos hizo un solo hombre a todos los mexicanos de aquel 1995.
Hoy resuenan los ecos de un ayer que no se ha ido; han acallado los dolores las almas que perdieron a su ser querido. Han cerrado las gruesas pastas de los libros que llevaron las cuentas de entonces. Pero una cosa no muere, el espíritu del mexicano que sabe responder en medio de la tragedia para darlo todo; ese mexicano que es capaz de grandes cosas, cuando se atreve a desplegar las alas y volar.