Son poco después de las siete de la mañana en esta Bella Airosa, capital del Estado de Hidalgo. Luego de haber recorrido un escarpado tramo montañoso que en ratos nos lleva a pensar lo pequeños que somos dentro del contexto de la naturaleza, se arriba a esta hermosa ciudad colonial. Desde su entrada el paisaje urbano cautiva con un no sé qué sobrio y añejo que se insinúa desde la periferia y hace gozosa explosión para los sentidos dentro del primer cuadro.
Sus calles angostas serpentean hacia lo alto, partiendo desde la Plaza Independencia con sentido de los cuatro puntos cardinales. Sobria ciudad sin prisas; despierta sosegada con las melodiosas campanadas del reloj hidalguense, hermano menor del Big Ben inglés. Su torre se erige majestuosa a un extremo de la citada plaza; construida con cantera de mediados del siglo diecinueve, presenta un estilo elegantemente sencillo, rematado en la parte superior por nueve campanas de bronce. La maquinaria hace su labor incansable cada quince minutos, como recordando a los propios que el tiempo no pasa en vano, y cada hora se acompaña de un tañer seco que va lleva a no olvidarlo.
En este momento la melodía de ocho tonos de la media, hace competencia con la llamada a misa de la Iglesia de la Asunción, la más antigua de la ciudad; cuarenta campanadas continuas, una pausa, y primera llamada para misa de ocho.
Me dejo invadir por el fresco del ambiente llovedor, por su verde sin fin. Me contagia la placidez de su gente que camina como de paseo, ya sea que vaya al banco o a la tienda de ultramarinos; singular edificio de construcción antigua, cuya cantera difícilmente se adivina a través de la pátina oscura del tiempo. Gente paciente que hace fila sin protestar, gente que se recoge temprano por las noches.
Veo el bullicio de la ciudad desde un sitio privilegiado; la habitación del tercer piso del hotel donde me hospedo tiene una ventana justo enfrente del reloj con el cual se habla de tú. Desde aquí se domina el primer cuadro, y hacia atrás se extiende a ambos lados una pequeña cordillera a la cual la mancha urbana no ha devorado del todo. En su amplia falda se esparce un buen número de casas-habitación modernas, cuya juventud no rompe con la elegante antigüedad del centro. Hacia la porción superior el cerro conserva aún buena franja de verdor, coronándose a lo alto por un encaje formado por las copas de árboles ?parecieran eucaliptos- y hacia el este por la imagen monumental de Cristo Rey, cuya actitud de benevolencia invita a acogerse entre sus brazos.
La lluvia llega cuando menos se espera. En este momento ha caído una ligera; nadie se moja porque las calles lucen desiertas, como lucen después de las nueve de la noche. Trato de adivinar la actividad que se lleva a cabo dentro de cada una de las mil casas fincadas en el cerro; al filo de las diez, una o dos de ellas tienen alguna luz encendida en su interior, el resto parecieran dormir plácidamente, como niños.
Esta mañana sólo las lámparas del alumbrado público se mantienen cual celosos vigías, desde la plaza hasta el cerro en armonioso conjunto, como si la mano del pintor las hubiese ido colocando ordenadamente por todo el lienzo.
Hay una transculturación que se da sin esfuerzo. Las grandes fachadas coloniales del Teatro de la Ciudad, de edificios del Gobierno, o de empresas nacionales, se funden con otros diseños modernistas. Los comercios locales donde se expenden los típicos ?pastes? van de la mano con bancos venidos de oriente que se anuncian mediante anuncios tridimensionales en forma de globos. Sus calles adoquinadas permiten el paso de un constante flujo de vehículos automotores que no se detienen, lo que contrasta agudamente con la actitud amable de su gente.
Pachuca, la Bella Airosa, enclavada en medio de la huasteca hidalguense; tierra tradicionalmente minera, cuyo corredor de la montaña invita a sentirse hondamente orgulloso de vivir en este suelo mexicano de enormes contrastes, de grandes riquezas naturales, de patrimonios para la humanidad. Una tierra fecunda, prometedora, con un corazón que late incansable en el latir incesante de todos los mexicanos.
Conocer nuestra tierra para amarla; amarla para trabajar por ella como el que más. Saber que por encima de todo, es el legado de nuestros hijos; su futuro inalienable.