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Contraluz / Miguel y Pascual

Dra. María del Carmen Maqueo Garza

La vida humana, como cualquier forma de vida sobre el planeta, se rige por leyes que habitualmente son constantes. Sin embargo en algunos casos las cosas suceden de otro modo, y la Naturaleza muestra su vena oscura, ese lado que a la vez resulta cruel, pero en estos eternos contrarios, en la vida y la muerte; la luz y la oscuridad; se establece el equilibrio que pende desde lo alto hasta tocar la vida de cada uno de los habitantes de este planeta.

Miguel y Pascual Saraoz, dos pequeños indígenas tzetzales, originarios del municipio de Chilón, Chiapas, específicamente del área de Joshil, en plena selva. Como nuestros niños urbanos de cinco y seis años pueden entretenerse en cazar ranas en tiempo de lluvias, aquellos pequeños, precisamente el dos de noviembre, perseguían un animal silvestre, cuando en sus afanes para no dejar escapar la presa, resbalaron a través de una falla del suelo, con un diámetro aproximado de veinticinco centímetros, que conecta con una serie de laberintos o conejeras, a cuarenta metros de profundidad. De alguna manera providencial alguien alcanzó a darse cuenta del accidente, y dio parte a las autoridades, luego de lo cual se siguió una rápida movilización encaminada a rescatar a los pequeños. Intervinieron socorristas, espeleólogos, y hasta un topo de aquéllos del 85. Todos dispuestos a lograr zafar a los pequeños de la trampa de lodo y roca donde cayeron de cabeza luego de resbalar hacia las profundidades. La mayor esperanza de todos era una chica socorrista de Villahermosa, Tabasco, de nombre Martha Sosa, quien debido a su complexión muy menuda, se pensó pudiera ser capaz de llegar hasta el sitio donde se hallaban los pequeños. Lo más cerca que pudo estar de ellos fue a cinco o siete metros; habló con uno de ellos quien le manifestaba que no podían moverse, y que su hermanito, quien se hallaba más adentro, ?estaba muy dormido y no podía despertarlo?. Luego de eso comenzó una fuerte lluvia, lo que obligó a interrumpir las maniobras de rescate; para cuando quisieron reanudarlas, entre el lodo y las rocas no logró escucharse sonido alguno, dando por supuesto que los pequeños hayan fallecido.

Miguel y Pascual, dos chiquitos chiapanecos, dejan con su sacrificio una gran lección para el mundo. Como ellos, los nuestros están expuestos a riesgo debido a la imprudencia propia de la edad. Posiblemente no sean fallas geológicas, ni lodo, ni lluvia, los elementos que hagan peligrar la vida o la integridad de nuestros niños y jóvenes. Pero sí hay elementos potencialmente nocivos que atentan en contra de su futuro, algunas veces desde el seno del hogar; otras muchas a la vuelta de la esquina, fuera de las escuelas, o en los sitios públicos que frecuentan. La gran lección que nos dejan Miguel y Pascual es que en cualquier sitio puede haber peligros, y que corresponde a los padres prevenir los accidentes fatales de los hijos. Que si por alguna razón, uno de nuestros jóvenes se halla atrapado en una oquedad a la cual no tenemos acceso los adultos, busquemos quién sí pueda llegar hasta donde ellos se encuentran, y proveerles ayuda. Y que, aun cuando se encontraren de cabeza y entre el fango, la esperanza es lo último en morir.

Tuve la oportunidad de visualizar la imagen dolorosa del rostro de la joven madre: ¿Cuándo pudo ella imaginar, en aquel amanecer, que nunca volvería a ver a sus pequeños con vida? ¿No querría acaso correr a meterse dentro de aquel pequeño orificio, para poder consolar a sus hijos mientras los rescataban?? Y, como mencioné al inicio, son situaciones que van en contra de lo que suele acontecer en la Naturaleza. Se supone que los adultos partimos antes que los hijos, y que no hay dolor mayor para una madre que el ver morir a uno de sus pequeños.

Tal vez para ahora los padres ya tengan el consuelo, al menos, de poder sostener entre sus brazos los cuerpos de sus pequeños antes de regresarlos a la Madre Tierra. Queremos solidarizarnos con su dolor que no tiene medida ni parangón, y elevar una oración al cielo por ellos. Guardar en nuestra memoria la imagen de aquellos dos pequeñitos morenos, sonrientes, sonoros, correteando su presa entre el verdor exuberante de la selva virgen, cálida y frutal. Guardarlo como recordatorio para vigilar, preservar y asistir a nuestros hijos mientras corren por la vida siguiendo sus sueños; tantas veces con la imprudencia como motor de arranque, y sin instrucciones para saber cuándo detenerse.

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