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Corte de la Haya/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Tan pronto se conoció la sentencia de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, un reporte de The New York Times advirtió que el máximo órgano judicial del mundo se había colocado “en curso de colisión con tribunales y funcionarios estadounidenses”. Y mientras se escribían esas palabras, tomas de posición del Gobernador de Texas y del procurador de Oaklahoma corroboraron que no sólo habrá dificultades para ejecutar el fallo de la CIJ, sino que puede ser causa de un choque entre ese organismo de la ONU y el Gobierno de Washington.

Las instancias internacionales no entusiasman a los norteamericanos ni a su Gobierno (excepto cuando pueden obtener una ventaja política en su provecho, como es el caso de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en relación con Cuba). Estados Unidos no formó parte de la Sociedad o Liga de Naciones, el antecedente de la ONU. Washington se apartó durante largo tiempo de la UNESCO, a la que regateó sus cuotas y prefiere con mucho el consejo de seguridad de la ONU sobre la asamblea general, donde sus iniciativas no alcanzan respaldo a menudo. De modo que es razonable esperar el alegato de que la CIJ se entromete en asuntos propios de los Estados Unidos. Lo dijo con cruda llaneza el gobernador, Dick Perry, que substituyó al ahora presidente Bush en Texas: “El fallo de la Corte no cambia nada... Como Gobernador, la única voluntad que estoy obligado a acatar es la de los ciudadanos de Texas”.

Esa contundente afirmación no es verdadera en todos los casos. La Corte Suprema de los Estados Unidos puede emitir sentencias que obliguen al gobernador Perry, más allá de la voluntad de los texanos. El federalismo norteamericano es real, y se practica con vehemencia. Pero la Ley norteamericana es clara al establecer que las relaciones internacionales son responsabilidad de Washington y en ella se incluye el reconocimiento a la autoridad de la CIJ y el acatamiento a sus resoluciones, así como la firma y ratificación de la Convención de Viena sobre relaciones consulares, infringida por las autoridades que juzgaron a más de cincuenta mexicanos sin permitirles contacto con sus representantes.

Hay un antecedente ambiguo en este mismo caso, cuya presentación ante la Corte Internacional se produjo horas antes que el canciller Jorge G. Castañeda dejara de serlo, en enero del año pasado. El cinco de febrero siguiente ese tribunal emitió una medida cautelar solicitada por el Gobierno mexicano, consistente en ordenar la suspensión de las ejecuciones de tres mexicanos sentenciados a muerte. La orden implicaba no dar pasos irreversibles en esa dirección. Pero en el caso de Osvaldo Nezahualcóyotl Torres, el Estado de Oaklahoma determinó que se le ejecute mediante inyección letal el 18 de mayo. Fijar la fecha no es una medida irreversible, por lo que no puede saberse a cabalidad si se infringió o no la disposición preventiva de la Corte.

La Corte nació al mismo tiempo que la ONU, en 1945. Su estatuto es parte de la Carta de las Naciones Unidas, por lo que el incumplimiento de sus sentencias puede ser denunciado ante el Consejo de Seguridad. El desacato mismo, sin embargo, puede ser difícil de configurar, ya que quizá el Gobierno de Washington decida no reaccionar ante el mandamiento de la CIJ y esperar hasta que en cada uno de los 51 casos comprendidos en el fallo se produzcan actos que supongan no aplicar la orden de la Corte, de instituir un mecanismo que asegure la revisión y reconsideración de los veredictos que tienen en capilla a los mexicanos por cuya suerte protestó su gobierno. De ser así, cada que se incurriera en esa hipótesis tendría nuestro país que acudir al Consejo de Seguridad.

De no ser porque proviene de fuera, de un organismo internacional susceptible de descalificación por injerencista, el argumento en que México basó su demanda y la Corte su sentencia sería fácilmente comprensible en los Estados Unidos. Uno de sus valores eminentes es la práctica del “debido proceso legal”, uno de los derechos más caros en la vida cotidiana de ese país. Pues bien, los mexicanos condenados a muerte no merecieron el disfrute de esa garantía. En ninguno de los casos invocados por la demanda mexicana se les concedió la oportunidad de recibir asistencia consular, ni se notificó de la detención al consulado correspondiente y éste no tuvo, en consecuencia, posibilidad de visitar al reo ni de organizar su defensa (sino tardíamente, en algunos casos). Todo ello ocurrió en violación a lo estipulado en la Convención (consular) de Viena, acordada en 1963 y que entró en vigor cuatro años después.

La Corte de La Haya está integrada por 15 jueces o magistrados, elegidos a título personal por la Asamblea General y el Consejo de Seguridad, en virtud de sus merecimientos propios. Deben gozar de gran reputación y competencia en derecho internacional. Por lo menos tres mexicanos han sido parte de esa tribunal: Roberto Córdova, Isidro Fabela y Luis Padilla Nervo. En el procedimiento que concluyó anteayer ocupó un sitial en la Corte como juez ad hoc el ex canciller Bernardo Sepúlveda.

El estatuto de la CIN previene que cuando entre los jueces hay uno de la nacionalidad de una de las partes (lo hay de Estados Unidos), la contraparte “podrá designar a una persona de su elección para que tome asiento en calidad de magistrado”. El presidente de la CIJ pide a un juez permanente ceder su puesto al juez ad hoc, que participa “en las decisiones de la Corte en términos de absoluta igualdad con sus colegas”.

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