Tetralogía de la mentada (II)
Emile Cioran
Principiaban los noventa y la capital del país era ligeramente menos amenazante de lo que es hoy. Mi abuela Delfina y mi amigo Daniel estaban con vida, aunque entonces no pensaba en ellos tanto como pienso ahora. Caminar por la ciudad era mi forma de poseerla, de estar con ella y al mismo tiempo escapar de mí, aunque terminaba encontrándome, sumido en mis pensamientos, mis pies marcando el ritmo que dictaba la multitud en las plazas, las calles, los mercados. Voluntariamente podía ser engullido en los túneles del metro, me hundía en la tierra, cerca de Mixcoac, pagaba mi boleto y renacía media hora después en la plaza del Zócalo. Era un bautismo de sudores, olores y empujones, una renovación que sólo servía para dejarme igual.
Indispensable en el safari de camiones y microbuses era mi mochila negra. Que de hecho fueron varias, una sustituía a la otra cuando el rigor de las calles terminaba con su vida. Fiel a una vocación budista, el alma de mi mochila transmigraba a la siguiente, echando a andar una vez más las ruedas perennes del karma para albergar de nueva cuenta algunos artículos indispensables: un walkman, un par de revistas, libros, pilas Doble A, cintas de audio, crayolas, plumas, lápices y cuaderno de apuntes, una bolsa de papas, una coca tibia. Mención aparte merecen los sufridos tenis y camisas negras, dignamente portados a pesar de su lamentable aspecto. No hubo mejor sala de lectura que el asiento vacío (tabla de salvación) de un pesero repleto. Un vagón de metro solitario en un domingo por la mañana podía ser otro espacio privilegiado para leer a pierna suelta. Protegido por mi juventud me regodeaba en las ideas suicidas, en el sabroso pesimismo, en la sensación beatífica y atemorizante de ser una partícula de la gran ciudad. Fui alma en pena en los inmensos paraderos de camiones que por las noches se convertían en un aquelarre de puestos, fritangas, gritos y pordioseros.
Entre dos pastas, encarnados en ediciones baratas, estaban mis amigos de entonces: Rulfo, Paz, Kundera, Borges, Burroughs, Poe, Bierce y ese ser amargo, aciago demiurgo, Emile Cioran. Los aforismos de Cioran abrieron una grieta que me sedujo ayer y hoy me atemoriza. Cioran miró el mundo con ojos de homínido suspendido frente al abismo, pequeño simio enloquecido por el hecho de tener un cráneo, de ser alguien destinado a no ser, apólogo del suicidio, desencantado total, dolorosamente lúcido.
Cioran murió en 1995, después de que el Alzheimer borró los áridos paisajes de su mente. ¿Qué estaría haciendo yo mientras Cioran, o lo que fue Cioran, se disolvía en la nada? Tal vez en un vagón de metro leyendo alguno de sus libros, probablemente La Tentación de Existir o Del Inconveniente de Haber Nacido. Tal vez sólo estaba vagando, cargando con aquellas melancolías feroces, como ráfagas de aire helado, descubriendo en las palabras de Cioran la verdad de mi condición: ?si estás triste sin motivo, lo has estado siempre sin saberlo?. Letra por letra, moviéndose lentamente en los pantanos de mi alma se va formando de nostalgia, admiración, agradecimiento y despecho, una única mentada, bien merecida, para Emile Cioran.
Parpadeo final
Vale la pena entablar conversación con Jesús Gonzáles Encina, especialmente si el tópico es el arte novohispano. Lo mejor es que hoy inicia un curso donde nos va a hablar de este período del arte mexicano. La cita es en Icocult Laguna, los jueves y lunes de 19:00 a 21:00 horas, durante doce sesiones.
Dense una vuelta, Jesús evidentemente es un apasionado del arte del Siglo XVI y no hay mejores maestros que aquéllos que con gusto se queman las pestañas estudiando, para compartir sus conocimientos. Por ahí lo espero.
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