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Crónica del Ojo / El hijo de Antonio

Miguel Canseco

Cuando cumplió cuatro años vio por televisión a Duke Ellington en un recital de piano. Michel señaló la pantalla y le dijo a su padre: ?Antonio, quiero uno?. En Navidad le obsequiaron un piano de juguete, pero Michel lo destrozó con un martillo ?no suena como el de la tele?, dijo indignado, ?quiero uno de verdad?. Antonio se las arregló para comprarle un viejo piano que habían dejado las tropas inglesas a su paso por Montpellier. Era un cacharro oloroso a cerveza que amenizaba las juergas de la milicia. No era lo mejor, pero sonaba más o menos como el de la tele. Cuando lo llevó a casa, sentó a su hijo frente al instrumento. El pequeño sintió miedo. ?El teclado era como una gran dentadura? recordaría más tarde ?se reía de mí?.

Antonio, guitarrista de profesión, le dio sus primeras lecciones y logró que Michel dominara su miedo al teclado. Tres años después compró un piano un poco más decente (tuvo que regatearle al doctor del barrio). Se había convertido en el orgulloso padre de un pequeño gran pianista. Se perfilaba como un gran intérprete clásico... pero por encima de todo, el niño amaba el jazz.

En su cumpleaños número trece, Michel conoció al trompetista norteamericano Clark Terry. Le suplicó que lo escuchara, quería ser su pianista. No lo tomaron muy en serio, pero el chico insistía. ?Muchacho necio, siéntate de una vez al piano?. Terry se burló tocando un redoble de toreo. Michel le respondió con un blues certero y profundo. Pasado un minuto Terry lo interrumpió ?¡es suficiente! ¡chaval, vengan esos cinco!, ¡tocas como el mismísimo diablo!?, el trompetista lo estrujó en sus brazos... la historia había comenzado.

Michel viajó a París, donde paladeó noches interminables alternando con los mejores músicos del jazz francés. Su depurada técnica y una resistencia inusitada para las desveladas formaron eso que la gente comenzó a llamar ?genio?.

A los veinte años partió a Nueva York. De inmediato vino la fama: premios, portadas de revistas, clubes y salas de concierto atestadas. Pero lo mejor era estar en la pandilla de los grandes, alternar con sus ídolos que lo retaban y lo agasajaban con su amistad. Era el penthouse del jazz, ahí la música era un vaso desbordante de virtuosismo y sentimiento.

En California conoció a una guapa mexicana, Erlinda, que se convertiría en su esposa. Los críticos lo equiparaban con Bill Evans y Oscar Peterson. El presidente Jacques Chirac lo nombró Caballero de la Legión de Honor. Rondaba los treinta y en sus manos se moldeaba una leyenda. Pero faltaba pagar una vieja deuda. Telefoneó a casa y le propuso a su padre hacer una gira: guitarra y piano, por los viejos tiempos. ?Ya tengo un nombre para el numerito?, dijo emocionado, ?se va llamar de tal padre tal hijo?.

En 1992 Antonio y Michel Petrucciani salieron juntos a escena. Con ellos viajaron los recuerdos del destrozado piano de juguete, el viejo piano inglés, el piano del doctor y aquellas horas que pasaron juntos venciendo a la sonrisa socarrona del teclado.

El seis de enero de 1999, Michel Petrucciani falleció en Manhattan, víctima de una infección pulmonar. Tenía 36 años, medía poco más de noventa centímetros y pesaba treinta kilos. Necesitaba muletas para caminar y extensiones en los pies para alcanzar los pedales del piano. Apasionado y extrovertido, no dejó espacio para la compasión. Por encima de todo estuvieron sus deslumbrantes interpretaciones con el sello inigualable de un grande del jazz. Michel Petrucciani, niño perpetuo, carcajada de teclas en blanco y negro. Terminó este cuento con acordes de piano de juguete: tan tán.

Parpadeo final

Vientos gélidos, las noticias desde Rusia. Negras y politizadas nubes en la capital. Corran a comprar un disco de Michel Petrucciani. Más vale arropar el alma ante tan inclementes tiempos. Nada mejor que el piano juguetón del maestro Petrucciani para protegerse del infame granizo informativo.

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