Toda ciudad tiene sus locos. Es fácil recordar a los fantasmas andrajosos de las calles y las plazas, los silenciosos, los vociferantes, los que hablan solos. ¿Qué sería de una ciudad sin locos?
El poeta León Felipe se quejaba con amargura: ?Ya no hay locos (?) todo el mundo está cuerdo, terrible, horriblemente cuerdo?. En la escuela nos enseñan el camino de la cordura, que hace posibles los engranajes que mantienen esta sociedad. La cordura está en la sangre de los imperios.
Pero los locos, cerebros incendiarios, son la piedra que traspasa con violencia los cristales de la normalidad. El orden se restablece cuando se les tolera en las calles o se les encierra definitivamente.
La locura consume a quien la padece. Pero hay quienes optan por ella de manera voluntaria. Me refiero a los payasos, los que aceptan y ejercen su papel de mentirosos, torpes, insolentes y absurdos. Los artistas son un subgénero de los payasos y los bufones.
Simbólicamente el bufón es una figura poderosa: él puede cuestionar al rey sin que éste lo mande degollar. Su locura es remedo de la cordura del rey, es un espejo caprichoso que le devuelve al poderoso su imagen humana y falible. El payaso, eterno mentiroso, siempre dice la verdad: vacilante, bobo, niño tosco, rompe la vajilla de la racionalidad para acceder a otro mundo, el de la carcajada y la angustia.
Hubo un gran bufón que dedicó tres horas de su vida a explicar qué es el arte a una liebre muerta (esto ocurrió durante una acción artística en la galería Schmela de Dusseldorf en 1965). También hay bufones que se pasan la vida pintando o escribiendo o actuando, payasos que piensan (y piensan bien) que un par de versos bastan para trastornar el alma.
El loco es ignorado en su soliloquio urbano, en tanto que el payaso necesita un público que aplauda o chifle. Una condición necesaria es la de crearse una máscara, un nombre y un atuendo (y por supuesto un malabar, una pirueta, un acto distintivo). Hay payasos sumamente graciosos o trágicos (o ambas cosas) y algunos decididamente desafortunados y carentes de gracia.
Ser payaso es un arte que se domina con el tiempo o que viene de nacimiento, es asunto de vocación.
Entre los bufones de nuestra ciudad está Rodrigo Camacho, que hace casi veinte años eligió llamarse Ikör (Sangre de los Dioses, en escandinavo) y con ese nombre entrar en el camino retorcido de las artes. Ikör fabrica alebrijes, hace reventones cubanos en su casa, fundó el colectivo La Manita Azul, tiene un idilio de varios años con las bicis, el desierto y los paisajes de la Flor de Jimulco, pinta, hace arte popular, en fin. Como todo bufón tiene admiradores y detractores. Algunas maromas le salen bien y en otras de plano termina lleno de chipotes. Pero conoce el camino, es bufón ciclista y sabe que después del mad... hay que sacudirse el polvo y elegantemente reiniciar el pedaleo.
Ikör es parte de esta troupe de payasos que conformamos lo que pomposamente suele llamarse ?ambiente cultural de Torreón?. El día de hoy Ikör presenta sus pinturas en la galería del Centro de las Artes del Icocult (en la esquina de avenida Juárez y calzada Colón).
Es su turno en este circo y serán sus amigos, colegas bufones y tú que estás leyendo este artículo, quienes juzguen si el acto fue gracioso o no. Adelante, que la función (y los canapés) inician en punto de las 8:30. Por ahí nos vemos.
Parpadeo final
Y ahora resulta que colgó los tenis Marlon Brando. Diantres. Sólo nos queda elevar una cheve bien fría en honor de un maestro indispensable en los trajines del cine. Morir -decía Borges-, es una costumbre que sabe tener la gente. Y mientras nos acostumbramos a tan poco saludable costumbre, sigamos maravillándonos de este mundo, que luego uno se acostumbra y pa?qué les cuento (ay, la redundancia, bendita costumbre). Comentarios a esta payasa y costumbrista columna: cronicadelojo@hotmail.com