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Crónicas cubanas| Una marcha con sabor caribe

Vicente Rodríguez

EL SIGLO DE TORREÓN

La Habana, Cuba.- El jueves, casi a la medianoche, llegan los primeros. Coinciden al borde del océano y de la noche con los últimos turistas trasnochados. Los extranjeros miran con codicia los remolques que anuncian cerveza, pero que en realidad contienen agua.

—Éstos se utilizan para el carnaval, pero hoy los trajimos con agua para que nadie tenga sed —les explica uno de los organizadores.

Está todo listo para la protesta histórica: las luces alumbran las calles sin tiempo. Trincheras de bocinas en cada esquina convocan a sumarse a la manifestación en contra de las nuevas medidas de los Estados Unidos para acelerar la caída del régimen de Fidel Castro.

Acordes con su espíritu caribe, los técnicos de sonido condimentan la invitación con música de son y salsa. Ésta es una arenga caribe: con claves y bongó.

A las seis de la mañana, sobre los pisos lustrosos de la Avenida Del Prado, sobre el asfalto herido de la avenida Italia y sobre las demás calles que llevan al malecón, hay miles de habaneros dispuestos a encadenar sus reclamos contra el país vecino. Se agitan también grupos de niños con uniformes azul y blanco, siguen a la maestra como pollos detrás de la gallina.

Los cientos, miles de bocinas emplazadas por toda la ciudad se encadenan a la señal de radio y esparcen en el aire canciones populares. Detrás de la masa llegan los vendedores de comida: quienes llevan mucho tiempo esperando los llaman para improvisar un desayuno de café y pan con lechón.

Desde un camión de redilas un hombre reparte cajas con banderitas. Pronto el símbolo patrio de la isla se reproduce miles de veces, las manos se convierten en un espejo de los balcones, en donde una vegetación de papeles tricolores –azul, rojo y blanco- germina desde ayer. En la esquina de Prado y Malecón un par de autos esboza instrucciones. Además hay agentes de tránsito que dirigen los caudales humanos que confluyen.

Aquí están todos: amas de casa, cantantes, boxeadores, científicos, enfermeras, veteranos de la Sierra Maestra, guajiros, burócratas. Un grupo de jóvenes improvisa una cuerda de tambores con latas y botellas; aderezan su percusión de emergencia golpeando una moneda contra un poste. Sus compañeras bailan. Ya se armó la fiesta, celebra una anciana desde atrás de su bastón.

Los grupos de personas se van organizando. Algunos admiten que los trajeron desde el centro de trabajo, que vienen sólo a tomar lista y piensan irse temprano. Caray, que ya se acabe. Otros son espontáneos y el día les parece corto para reclamar al Gobierno de los Estados Unidos por intervenir en sus decisiones como pueblo.

A las siete con cuarenta y cinco, la voz del comandante en jefe truena por casi todos los rincones de La Habana. Lee una carta que ha escrito a George W. Bush, al tejano presidente de los Estados Unidos.

Con voz cansada pero clara, Fidel Castro condena: “Todo lo que se escribe sobre derechos humanos en el mundo es una colosal mentira”. Después se refiere a los millones de personas en tantos países que no tienen acceso a educación, a vivienda, a servicios de salud.

En el parque Maceo fallan las bocinas. El área se convierte en un punto sordo: el discurso del comandante llega apenas desde otros emplazamientos. Un murmullo que muere en la distancia. Allí el ambiente no es muy distinto al de una actividad extraescolar de padres e hijos. Aquí el maní salado, las granizadas de fresa.

En otros puntos del Malecón, los habitantes escuchan atentos al hombre que, seguro, porta su traje verde olivo. Entre los mayores hay quienes reprimen un sollozo y se llevan una mano al pecho, donde tienen el corazón. Con voces tenues, que apenas luchan contra las ráfagas de brisa del océano, repiten algunas de las frases de Castro Ruz.

En los altavoces, el líder cubano lanza una sugerencia a su similar de Estados Unidos: “le bastaría pedir un inventario de todas las armas de su arsenal (...entonces) ni usted ni nadie podría conciliar el sueño nunca”.

Una niña pregunta:

—¿Mamá, voy a ver a Fidel?

—Sí hija, pero al rato, por la televisión.

El dirigente cubano también se refiere al edificio de intereses norteamericanos, el verdadero receptor de la protesta: es una construcción alta y fortificada, emplazada sobre el malecón. Resguardado por dentro por agentes de los Estados Unidos y por fuera por las fuerzas cubanas, el sitio es una especie de embajada que trata asuntos comerciales entre ambos países.

Fidel aclara al Mandatario estadounidense: la marcha y la carta son “un acto de indignada protesta contra las brutales, despiadadas y crueles medidas que su Gobierno acaba de tomar contra nuestro país”.

Añade: “no existe en el mundo que usted pretende hoy imponer la menor noción de ética y civilidad”. También se refiere a los casos de tortura en la prisión de Abu Ghraib, en Irak.

Cuando el comandante termina su lectura, cientos de miles gritan:

—¡Fi-del, Fi-del!

—¡Fidel, seguro, a luchar y darle duro!

Entonces la voz del comandante es sustituida por una de perfil femenino.

—¡Viva Cuba libre!

Desde las bocinas, los acordes de la internacional socialista inundan el malecón y por momentos las olas también amenazan con hacerlo.

Al ritmo de Ojalá, de Silvio Rodríguez, la marcha comienza. Los acordes rebotan en los edificios, en las paredes manchadas por el tiempo. Después vienen Cuba va, de Noel Nicola y Buenos días América de Pablo Milanés. Los habitantes corean las canciones.

El malecón es un río humano. Cientos de miles de banderas que se agitan, voces sin sordina. Pancartas que reclaman y condenan las políticas de Washington. Son ya casi las nueve de la mañana y el sol comienza a calar. Unos jóvenes sucumben a la tentación salada de un chapuzón en el mar, pero desde allá agitan sus banderas.

Otros se dispersan en cuanto pueden, al fin ya pasaron lista. Hay también quien se suma al contingente. Al frente de los grupos hay juegos de pancartas idénticos, en un orden idéntico. Son un grito de tinta, llaman a Bush fascista y reproducen las fotos de los casos de tortura en Irak.

También surgen pancartas espontáneas, fotografías de Ernesto el Che Guevara, de Camilo Cienfuegos. Banderas más grandes, incluso de otros países. México y Venezuela, algunos de ellos.

Más allá del edificio de intereses norteamericanos la marcha se dispersa. Atrás vienen más grupos, cientos de miles de personas. Algunos se quedan allí con sus banderas o siguen la protesta por la avenida de los Presidentes rumbo al centro de la ciudad, rumbo a la periferia, rumbo al campo, hasta donde haga falta.

Cerca de allí, en una versión caribe del relato bíblico, unas jovencitas reparten pan y bebidas de frutas entre quienes lo piden. En otros puntos, la ciudad sigue inmóvil, como esperando en un tiempo sin tiempo, incluso en las áreas concurridas por turistas, que se asolean ajenos a lo que aquí sucede.

Férrea convicción

Vine a la marcha porque quiero que mis nietos crezcan en un país socialista, dice Soledad Cruz, escritora, periodista y ama de casa cubana.

La mujer camina junto a miles de sus compatriotas para protestar por lo que llama los intentos del presidente norteamericano George W. Bush por agotar a la isla.

A sus 52 años asegura que la marcha le parece corta y no se cansa de agitar un par de banderitas: lleva una en cada mano.

“Soy del distrito de Playa, que queda como a siete kilómetros de aquí del centro de La Habana. Vine caminando desde muy temprano con mi hija y con una vecina para no perdernos esta actividad”, declara la mujer, de perfil recio y voz contundente.

Dice estar consciente de que en su país hay muchas deficiencias. Lamenta los bajos salarios, pero también habla de los servicios de salud y educación y afirma que están entre los primeros de América Latina.

Mientras avanza, define al Presidente de los Estados Unidos como “Un tejano imbécil que quiere controlar el mundo como su hacienda”.

En todo caso, considera, “puede haber muchos cubanos que no estén de acuerdo con muchas cosas, gente que se queje de muchas cosas, pero siempre defenderán su derecho a decidir su futuro”.

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