Sumidos como estamos hoy en día entre el materialismo y el confort, el valor de la vida se reduce paulatinamente tal como si la humanidad viviera una muerte silenciosa.
De otra forma no se explica cómo los medios de comunicación y en general la opinión pública brindan cada vez menos importancia a las muertes que ocurren en nuestro alrededor.
En la guerra de Irak han fallecido más de cinco mil soldados y civiles. De no ser porque el Gobierno norteamericano está obligado a rendirles honores en su país, no sabríamos que el total de norteamericanos fallecidos en la guerra asciende hasta la fecha a 931.
En el país más avanzado el mundo, es decir Norteamérica, se calcula que anualmente se practican 1.6 millones de abortos, que no es otra cosa que la pérdida de igual número de vidas humanas.
Sólo porque la salud se puso de moda, en los últimos años creció el rechazo a la cultura del aborto y los anticonceptivos, pese a que organizaciones como Planned Parenthood no descansan en promoverlos entre la población yanqui.
También por convicciones religiosas, cada vez son más los médicos y farmacéuticos que se niegan a recetar y proveer de todo tipo de anticonceptivos. Aun así el número de abortos es impresionantemente elevado.
En regiones violentas como el Distrito Federal, Sinaloa y Baja California, el número de muertes diarias es casi similar al de los tiempos de las guerras civiles en Centroamérica.
Los encobijados, los muertos por sobredosis, por el calor, el frío o el hambre, son también el pan de todos los días.
En Tijuana las muertes violentas superan los 350 año con año, es decir, casi una persona por día. Por esta razón y por la elevada migración decenas de cadáveres, pasan semanas enteras en espera de que un familiar los identifique en el anfiteatro estatal. Para rematar, tenemos las muertes por demás dramáticas que ocurren en la frontera de México y Estados Unidos.
El último fin de semana fallecieron cinco indocumentados ante el pavoroso calor del Desierto de Arizona. El hecho ameritó quince líneas en las páginas interiores de un diario anglosajón y notas aisladas en la radio, televisión y prensa en español de la frontera.
Jamás sabremos quiénes fueron esos indocumentados que intentaron llegar a Estados Unidos con el ánimo de mejorar su nivel de vida. Será imposible saber si eran de México, Guatemala, El Salvador o Nicaragua. Muy probablemente los cinco fallecidos pasarán a engrosar las filas del cementerio en Hotville, California, en donde yacen más de 800 cadáveres de otros migrantes que jamás fueron identificados.
Bajo esta apesadumbrada realidad complace conocer algunos esfuerzos, unos pequeños y otros gigantes, de personas y grupos que están interesados en terminar de una vez por todas con el vía crucis de nuestros migrantes.
Agrupaciones como Ángeles de la Frontera que encabeza Enrique Morones, y Water Stations de Jim Hunter, colocan mes tras mes cientos de galones con agua en el desierto para evitar más muertes. Otros activistas como Claudia Smith y Christian Ramírez dan la batalla día tras día con escritos, manifestaciones y protestas en contra de la política anti-inmigrante de los Estados Unidos.
En días pasados los obispos de Tucson y Phoenix concelebraron una misa en memoria de los indocumentados fallecidos. El obispo de Tucson, Gerald Kicanas, dijo que “no dejaremos que la frontera nos divida y no nos quedaremos inmóviles mientras hermanos y hermanas mueren cruzando el desierto”.
La Universidad Iberoamericana de México promueve esta semana en San Diego un concierto de Plácido Domingo, que será el lanzamiento de una fundación en pro de los migrantes. Con el soporte de un personaje como el tenor español la iniciativa seguramente tendrá honda repercusión internacional.
No todo es tan oscuro en tan compleja situación, aunque es triste reconocer que el valor de una vida disminuye paulatinamente ante una humanidad fría y complaciente.
Comentarios a:
josahealy@hotmail.com