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Cuentos de brujas.../Hora Cero

Roberto Orozco Melo

cuando éramos bebés nos asustaba el coco; más grandecitos temíamos a las brujas, de cuya existencia supimos por los libros de cuentos. Creí en ellas hasta los doce años, pues veía pasar frente a mi casa a una señora flaca, despeinada, mal vestida y esperpéntica, que parecía ser una de esas “nigromantas” que, decían, provocaban mal de ojo en los niños, adivinaban las desgracias de las jóvenes e idiotizaban a los hombres para hacerlos caer en los brazos de las malas hembras. Mi bruja personal se llamaba Ramona, pero sólo era una mujer solitaria y paupérrima con un desequilibrio mental.

Un día la vimos de lejos, mis amigos y yo, volando desde el poniente. El calmazo creaba una bruma en su torno y el sol, que le daba en la espalda, filtraba luz en su enmarañada cabellera, con efectos de aureola maléfica. Peor la veíamos si hacía viento: el aire jugaba con sus harapientas ropas; parecía tener alas. En realidad caminaba de prisa, siempre hacia el frente y mascullando sólo Dios sabe qué conjuros maliciosos; pero solamente eran malas palabras. Nosotros la seguimos a precavida distancia para evadir sus miradas. Cuando la persecución le hastió se detuvo de improviso y volteó hacia el grupo persecutor, que corrimos desesperados, tapándonos el rostro para evitar cualquier hechizo.

La tétrica danza acabó frente a la Iglesia de San Ignacio, al salir al atrio un grupo de señoras, entre las que estaba mi madre, quienes acababan de rezar el rosario. Al verla me lancé hacia ella y escondí mi cara entre su falda: “¡Es la bruja mamá, me hizo mal de ojo! grité angustiado. Pero ella no alentó mi pavor; por el contrario me separó, afirmó sus manos sobre mis hombros y habló con energía: “¡Cálmate! ¡No te asustes! ¿Cual bruja? ¡La brujas no existen!...”

¡Ésa, mamá, allá está, mírala! ­­dije a gritos­­ Mi madre la vio, la saludó y caminó hacia ella, conmigo de la mano: “Ven, me dijo, verás que no es bruja” ­­y le gritó­­ ¡Ramona!...La mujer avanzó hacia nosotros mientras yo me escondía atrás de mi madre. Ramona se acercó temerosa; después de todo, había muchos que la insultaban y apedreaban.”¡Salúdala!” me ordenó una, dos, tres veces. A la cuarta tomó mi mano derecha y la acercó a Ramona. Hice un gesto de rechazo: apestaba. Aún así, a fuerzas, la saludé. Ramona apretó mi mano con vigor, quizás inconscientemente y yo la retiré con violencia. Ella se asustó y corrió por la calle, hacia “La Marina”

¿Me hizo ojo? pregunté a mi madre. Ella respondió sonriente: “No te hizo nada” ¿Pero es bruja? insistí. “No, no lo es. Ya te dije que las brujas no existen: son inventos de las malas personas. Ella es una mujer pobre y enferma, está sola, no tiene a nadie, es ignorante, no entiende razones, apenas habla malas palabras, vive de la caridad. En lugar de unirte a quienes la atacan deberías verla con caridad y respeto, y defenderla de los malvados que la provocan”.

Gracias a mi madre entendí, aquella tarde, muchas cosas que después me sucedieron en la vida. Concluí que los diablos sólo existen en las pastorelas y las brujas vuelan en la imaginación infantil durante la noche de Halloween. Somos los hombres quienes inventamos nuestros propios temores: el terror que provoca la pobreza creciente del mundo en que vivimos, los miedos que convocan los países poderosos en su ansia multiplicadora de utilidades, el pavor individualista a perder nuestra relativa estabilidad social a causa de villanos inexistentes, ricos o pobres.

Hoy revolotean muchas brujas en este mundo nuestro de lacerantes desigualdades. Las sociedades modernas devienen complejas y atribuladas: unos grupos sociales, la mayoría, viven eternamente en la pobreza; otros, los privilegiados, que acaparan los grandes capitales viven en el terror. Como los ricos y poderosos no se preocupan por los débiles y miserables concitan revanchismo económico y odio social.

A todos nos preocupa la inseguridad, pero sólo concebimos la solución represiva. No pensamos en que sería suicida vivir dentro de una sociedad a la defensiva, en perenne estado de sitio, lista para usar la fuerza policíaca en la defensa de intereses económicos.

En vez de proponer soluciones radicales, los países subdesarrollados que hoy se reúnen en la capital de Nuevo León con el Gobierno más poderoso del mundo, deberían impulsar la creación de condiciones económicas que atajen el crecimiento de la pobreza: con el dinero mal gastado en la cumbre de Monterrey bastaría para aliviar la necesidad de un buen número de personas pobres latinoamericanas.

Al luchar racionalmente contra la miseria y la ignorancia podríamos ver la desaparición de la anarquía social y del delito. Éstas son brujas sin vida propia que aletean y asustan a consecuencia de pecados ajenos: por la abundancia mal distribuida y la justicia mal aplicada. Obsesionados con las soluciones de la fuerza, ignoramos que existen caminos de amor, de paz y de seguridad que podrían resolver las cuestiones que plantea la inequitativa sociedad en que vivimos. Solo tendríamos que asumir el riesgo de caminarlos.

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