“Una burocracia pensará siempre que su deber es aumentar el poder oficial, los asuntos oficiales o los funcionarios”.
Bagehot
Es falso que en México no se haya logrado nada durante el actual sexenio. Quizá las Reformas Estructurales —las que nos habrían permitido a los mexicanos alcanzar un mejor nivel de vida— han dormido el sueño de los justos en el Congreso. Pero por lo menos podemos enorgullecernos de haber celebrado cinco -sí, cinco- cumbres internacionales de 2002 a la fecha.
Este fin de semana Guadalajara será anfitriona de la Tercera Cumbre de América Latina, el Caribe y Europa con la participación de jefes de Estado, jefes de Gobierno, ministros y otros funcionarios de 58 países. Apenas en enero Monterrey fue sede de la Cumbre Extraordinaria de las Américas, a la que acudieron presidentes y ministros de 34 países. En octubre de 2002 la zona de Los Cabos recibió a representantes de 42 países de la cuenca del Pacífico. En marzo de 2002 tuvo lugar la Conferencia de Financiación para el Desarrollo de las Naciones Unidas en Monterrey. Y como si estas reuniones de jefes de Estado y de Gobierno no fueran suficientes, en septiembre del 2003 Cancún fue sede de la Quinta Cumbre Ministerial de la Organización Mundial de Comercio.
Nunca, ni siquiera en los años de Luis Echeverría y José López Portillo, que pretendían convertir a México en un líder del tercer mundo, se habían registrado tantas cumbres en nuestro país. ¿Es esto bueno o malo para México? Todo depende del punto de vista desde el que se analice el tema. Hay, por supuesto, una alta burocracia nacional que se beneficia de las cumbres. Éstas le permiten codearse con funcionarios de alto nivel de otros países.
Los encuentros de este tipo les generan también ingresos extraordinarios a hoteles, empresas de banquetes, transportistas, traductores, escoltas y a muchos más. Pero ¿le conviene realmente a un país pobre como el nuestro ser sede de estas reuniones internacionales? ¿Es sensato tener cinco en sólo tres años? ¿Debemos en el futuro aceptar ser anfitriones de reuniones importantes sólo cuando no nos quede opción? ¿O debemos esforzarnos, como aparentemente hemos hecho en los últimos años, para traer a México todas las cumbres disponibles?
Estas preguntas sólo pueden responderse si se sabe con exactitud cuál es el gasto de cada cumbre y cuáles son sus resultados concretos. Pero ninguna de las dos partes de esta ecuación es clara. Un recuadro en un periódico capitalino señalaba ayer que la cumbre de Guadalajara de esta semana le costará a los contribuyentes mexicanos 300 millones de pesos, o sea, alrededor de 26 millones de dólares. ¿Es correcta y, sobre todo, completa esta cifra? Es difícil saberlo. El Gobierno no ofrece nunca un informe detallado de los gastos de una reunión internacional.
Después de la primera cumbre de Monterrey, la de marzo de 2002, un funcionario me dijo que calculaba que el costo total había sido de unos 50 millones de dólares, sólo que -añadió- los gastos se reparten entre distintos presupuestos gubernamentales por lo que nadie, o casi nadie, tiene las cifras completas. Suponiendo que la cifra más baja, la de 300 millones de pesos, sea la correcta para una cumbre “normal”, esto significaría que en las cinco que hemos organizado en los últimos tres años habríamos gastado 1,500 millones de pesos. ¿Es poco o mucho? Poco en comparación con un presupuesto de gasto federal que rebasa la cifra de 1.5 billones de pesos al año. Pero es mucho para las familias más pobres de nuestro país.
Esta cantidad, de hecho, sería suficiente para darles 1,500 pesos en efectivo a cada una del millón de las familias más pobres de nuestro país. Y para ellas ese dinero es mucho. Esta es, sin embargo, nada más la parte del gasto en la ecuación. ¿Qué hay de los beneficios? Los políticos nos dicen que en estos encuentros se mejoran las relaciones diplomáticas. Pero ¿cómo lo medimos? ¿Cuánto nos ha costado cada abrazo del presidente Vicente Fox con un colega? ¿No habría alguna manera más eficiente de estrechar las relaciones con otros países? No me preocupa que México sea ocasionalmente sede de alguna cumbre internacional. Pero cuando ya acumulamos cinco en tres años, con un costo no transparentado pero sin duda enorme, tenemos que preguntarnos si algunos funcionarios no están usando el dinero de los contribuyentes para promover sus agendas personales.
Transporte
Mario Molina, Premio Nobel de Química, dice que la contaminación mata a 4,000 habitantes del valle de México cada año y pide renovar el transporte público. Francisco Garduño, secretario de Transporte y Vialidad del Distrito Federal, dice que el Gobierno capitalino no tiene dinero para hacerlo. ¿No sería sensato en tal caso promover la inversión privada en un transporte más limpio?
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