Estamos en el campo.
Acaba de llover y la tierra misma parece respirar llena de gozo.
Y manda olores inigualables.
Nuestro olfato los capta y transmite emoción y dicha a todo nuestro ser.
Las plantas mismas, bañadas y lozanas dejan escapar también sus olores.
Y es que en esta tierra, semidesértica, la lluvia es más que un lujo y se convierte en un festival de vida.
El olor a tierra mojada nos recuerda la niñez.
Aquellos tiempos en que por estos meses llovía mucho, pero el agua que generosa caía del cielo no nos impedía salir de día de campo, porque nadie temía al agua que parecía revivirlo todo y mejorarlo todo, ni siquiera a los rayos y los truenos que siempre llegaban antes anunciando el gran espectáculo de la naturaleza.
Eran tiempos en que los hombres del campo salían todas las tardes a buscar su ganado usando las amplias mangas, que eran unos impermeables de hule parecidos a las capas, unas negras, otras cafés.
Por las noches, después de la lluvia la oscuridad era tachonada por pequeñas lucesitas que aparecían por todas partes. Las luciérnagas parecían hacer competencia de cuál iluminaba mejor y por más tiempo el bello escenario campirano.
Y nosotros, niños aún, atrapábamos algunos de esos pequeños insectos para ponerlos sobre nuestra ropa jugando también a quién era el mejor iluminado.
La lluvia siempre nos ha acercado a las evocaciones.
Y es que muchas veces, con tanta agua que caía de día y de noche, teníamos que quedarnos en casa, viendo desde la ventana cómo las calles se anegaban y cómo la gente trataba de hacer sus quehaceres empapándose y festejando su osadía de retar a la naturaleza.
Estos aromas que aspiramos nos hacen sentir felices.