Un hombre indignado encara a su compadre por haberse acostado con su mujer. El compadre rechaza con apuros las acusaciones y alega su inocencia. Pero el marido engañado insiste: “No te hagas, si incluso andas diciendo que mi mujer tiene almorranas”. No compadre cómo cree; contesta el otro, “yo sería incapaz de decir esa barbaridad de que tu mujer tiene almorranas; yo sólo dije, que como que se le sienten”.
Es un chiste viejo, pero las infamias de la política lo hace actual una y otra vez. Hace unos días, George W. Bush aseguró que la Casa Blanca nunca dijo que Saddam Hussein tuviera alguna responsabilidad en la tragedia del 11 de septiembre en Nueva York. Simplemente, afirma ahora, “dijimos que podría tener nexos con Al Qaeda”. Hace unos días una Comisión investigadora independiente del ejecutivo concluyó que no se encontraron evidencias de que existiera alguna relación entre el régimen de Irak y Al Qaeda. Bueno, diría Bush, simplemente “dijimos que como que se sentía que tenía vínculos con Osama bin Laden”.
Como en el caso del compadre, las declaraciones de Bush son de un cinismo monumental, pero no provocan risa. Por el contrario, es increíble el enorme impacto que argumentos tan pueriles y motivos tan absurdos provocaron en la vida de millones de personas. Ni vínculos con el terrorismo que agredió a Estados Unidos, ni armas de destrucción masiva. Se emprendió una guerra por razones que tienen qué ver más con un fundamentalismo cristiano que emparentaba a Saddam con Satán y con los intereses petroleros que con una razón medianamente legítima para justificar la pérdida de tantas vidas o la impartición indiscriminada de tanto sufrimiento.
Tampoco es cierto que la guerra se haya emprendido para instalar la democracia en el Oriente Medio, empezando por el sojuzgado pueblo iraquí. Estados Unidos es aliado de varias dictaduras árabes a las que la democracia o los derechos humanos les merece un cacahuate. Empezando por Arabia Saudita, el principal amigo de Washington, en donde la Casa saudí ha reinado en medio de una corrupción indescriptible y mantiene a su pueblo divorciado de los más mínimos derechos civiles.
Siempre he sostenido el argumento de que los periodistas debemos mantener una actitud escéptica frente a los hechos públicos, pero evitar al mismo tiempo, una visión cínica de la política. Esto es importante porque si los medios de comunicación damos cuenta exclusivamente de los vicios de la vida social, terminaríamos provocando justamente lo contrario de lo que el buen periodismo intenta propiciar: una opinión pública más responsable y participativa.
Si los medios de comunicación sólo hablamos de aquello que está podrido, inevitablemente provocaremos la apatía del público para participar en los asuntos que atañen a todos. Si la política termina por convertirse en sinónimo de corrupción y engaño, las personas rehusarán toda participación social y las familias terminarán atrincherándose en soluciones privadas a problema comunes. Ello es justamente lo que no podemos aceptar, porque terminaríamos profundizando los problemas y acrecentando la desigualdad. Los grupos sociales con recursos económicos siempre podrán encontrar solución a los problemas del entorno. La inseguridad puede combatirse mediante el simple expediente de rodearse de guaruras o trasladarse a Miami o a San Diego. La contaminación o las sierras devastadas no constituyen un problema para todos aquellos que pueden comprarse una cabaña en un paraje intocado o gozar millaje aéreo ilimitado. Las ineficiencias del sistema pueden neutralizarse perfectamente con los abogados adecuados y las “mordidas” abultadas. Pero el resto de la población, el “infelizaje” (como dice una amiga con crueldad pero exactitud) estaría condenada a caer por una pendiente interminable.
De ahí la importancia de que los periodistas denunciemos los vicios de la vida pública, pero rescatemos la importancia de la política como el espacio que atañe a todos. Debemos hablar de los problemas, pero también de las soluciones. Impedir que la política sea exclusivamente competencia de los políticos. Participar en una marcha es importante, organizar una obra social en el barrio es algo rescatable, colaborar en un acto electoral es un deber, impedir una arbitrariedad es un derecho. Detrás de cada una de estas acciones no hay necesariamente un acto de corrupción o un líder demagogo que vaya a utilizarnos. Tendremos una sociedad más sana sólo en la medida en que la gente entienda que renunciar a la política es enajenar el destino común en manos de una caterva de funcionarios que no se caracteriza por sus logros ni sus principios.
Una tarea esencial del periodismo es ofrecer la información y los canales para lograr una participación de las personas en la “cosa pública”. No lo lograremos si sólo damos cuenta de las tragedias, los engaños y las infamias. Pero hay días en que cuesta trabajo que el escepticismo no se convierta en cinismo. Un Presidente del país y un Gobernador de la capital enzarzados en un pleito de niños; una directora de la Lotería Nacional que entrega los recursos para la “beneficencia pública” a ProVida o a Telmex, un Mandatario del país más poderoso del mundo capaz de imponer a diestra y siniestra su estupidez. No son notas que favorezcan la civilidad o prohíjen el optimismo. Otra vez será. (jzepeda42@aol.com.mx)