Se le acabó la vida a don Jobilio, manso varón cuya vida fue una larga paciencia. Jamás pecó el buen hombre, quizá por no haber tenido nunca la ocasión, y por tanto subió al Cielo de los bienaventurados. Era un contento estar en el empíreo: cantaban los coros celestiales con acompañamiento de címbalos y arpas; subían y bajaban las ordenadas jerarquías de ángeles, arcángeles, principados, potestades, virtudes, dominaciones, tronos, querubines y serafines. Además el clima era muy bueno, de 23 grados casi siempre, como el de Saltillo, mi ciudad. Pero -¡ah, ni en el Cielo deja de haber peros!- al paso del tiempo Jobilio se aburrió. Todo era tan igual; las semanas y los meses se sucedían en sucesiva sucesión. Se inscribió don Jobilio en uno de los coros celestiales: bien pronto lo hastiaron los ensayos: Intentó hacer amistad con cierta mártir: la santa mujer se la pasaba hablando con deleite de los tormentos que sufrió. Un día que don Jobilio bostezaba pasó por encima de la morada celestial una nube procedente del Infierno. Iba en la nube una orquesta de demonios que tocaban con mucha animación piezas de rock. Llevaba también la nube una cantina con diablos que reían y conversaban alegremente. Otros bailaban con hermosas muchachas de tentadoras formas, y en un rincón dos parejitas se entregaba a encendidos deliquios amorosos. "¡Caramba! -se dijo don Jobilio-. Parece que la vida en el Infierno es más entretenida que en el Cielo". Tal pensamiento le pareció algo herético al principio, pero a poco ya no le molestó, y más porque la nube proveniente del Infierno seguía pasando, y cada día los atractivos que mostraba eran más y mejores: una playa con chicas en bikini; un casino de juegos; un harén de odaliscas que bailaban la danza de los siete velos sin ninguno. A la vista de este último espectáculo don Jobilio ya no se pudo contener. Había vivido en una constante monogamia, y pensó que tenía derecho a conocer otro manjar. Pidió una entrevista con San Pedro, el portero celestial. "Quiero un cambio" -le dijo sin preámbulos. "¿Qué cambio? -le preguntó el apóstol de las llaves-. ¿Otra aureola? ¿Un nuevo par de alas? ¿Diferente túnica? ¿Unas sandalias de otro estilo?". "No -le espetó don Jobilio-. Quiero irme al infierno". San Pedro abrió la boca con asombro. "-¡Por Júpiter!" -clamó-. (No podía quitarse la costumbre de usar algunas frases que aprendió en Roma). "- ¿Pretendes dejar el Paraíso para ir a la infernal morada? Perdóname, pero aprovecho que el Señor no anda cerca para decirte que eres un pendejo". Esta palabra es fuerte, sobre todo en los labios de un apóstol. Jobilio, sin embargo, apechugó. "Lo único que te pido es que me abras la puerta para poder salir". San Pedro, alzando los ojos más al cielo, tomó de entre sus llaves la mayor y sin decir palabra abrió la puerta. Muy feliz salió don Jobilio, y por un tubo como los que usan los bomberos se deslizó al infierno. La puerta estaba abierta a todo lo ancho, de modo que sin problemas pudo entrar. Tan pronto lo hizo cayó sobre él una caterva de demonios que lo sumieron en lo más hondo del averno. No había ahí cantinas, ni playas, ni casinos, ni música alegre, ni diversiones mundanales. Todo era llanto y crujir de dientes; tormentos espantosos. Metieron los diablos al pobre don Jobilio en un perol de plomo derretido. Únicamente le asomaba la cabeza, que le punzaban con tridentes agudísimos. Llegó en eso Luzbel. Don Jobilio le dijo, lacrimoso: "Me engañaron. ¿Dónde están las promesas de esa nube que anunciaba alegría y diversión?". "Ah, -le contesta Luzbel-. ¿Te refieres a nuestro Departamento de Mercadotecnia?"... MORALEJA: En política la mercadotecnia funciona eficazmente. No siempre, sin embargo, el producto que ofrece es el mejor, y siempre son un engaño sus promesas... FIN.