Tres individuos llegaron al mismo tiempo al Cielo. Uno era el líder de cierto sindicato oficialista, el segundo era un político de nota, el tercero era un agricultor. San Pedro, que por esos días andaba más aturrullado que como en vida anduvo, admitió a los tres en la morada celestial. Horas después, empero, se dio cuenta de que había cometido un grave error: tenía sólo dos sitios disponibles; uno de los tres nuevos huéspedes tendría que salir. Llamó entonces a los recién llegados y les dio la noticia: cometí un error, les dijo; había únicamente dos habitaciones. Uno de ellos debería regresar a la Tierra durante un año para esperar a que hubiera otro lugar. De inmediato el líder protestó. Él no saldría del Cielo, aseveró en forma terminante. Su presencia ahí era una conquista del sindicato. Si la parte patronal se había equivocado al darle aquella prestación, las consecuencias del yerro no debían caer sobre el trabajador. Nadie podía cambiar las condiciones establecidas. Anunció que haría una manifestación por las calles del empíreo para ejercer presión sobre la autoridad y defender lo ya obtenido. San Pedro trasudó al oír aquello. Más aún se azaró cuando el político habló también en beligerante tono. Aparte de político el hombre era abogado, y eso lo hacía proclive a enredar las cosas con ergotismos complicados. Ya estaba dentro del Cielo, argumentó. Si salía de él estaría fuera. Ergo, o sea por lo tanto, no saldría. Si no salía seguiría dentro. Eso era cosa juzgada. Tenía ya derechos de posesión sobre su parte alícuota de Cielo, adujo, y eso le confería un derecho real que estaba dispuesto a defender en tribunales. Si San Pedro quería sacarlo de ahí tendría que ejercitar una acción reivindicatoria. El pobre portero celestial se rascó la cabeza, consternado. Afligido, volvió los ojos hacia el agricultor. Éste, según habían mostrado los registros celestiales, era el único de los tres que tenía derecho a estar en el Paraíso. Quien se dedica a trabajar la tierra suele hacer muchos méritos para estar en el Cielo. Pero San Pedro no se atrevía a decirle nada al agricultor. Pensó que si lo sacaba enfrentaría seguramente el enojo de San Isidro Labrador, patrono de los campesinos y su protector. Ese enojo, siguió considerando el de las llaves, podría arrostrarlo, pero temía afrontar las iras de la mujer de San Isidro, esa María Toribia, Santa María de la Cabeza, que en vida daba de comer, antes que a su marido, al buey que tiraba del arado. Le decía al animalito: "Como amigo y jornalero / te doy antes que al señor. / En casa del labrador, / quien sirve come primero". ¿Iba a entrar en pugna con semejante mujer? Con esos pensamientos se devanaba los sesos el infeliz San Pedro cuando el agricultor se acercó a él y le preguntó: "¿Cuánto tiempo dices que deberá estar en la Tierra el que salga de aquí?". "Un año, hijo" -le contestó el portero. "Entonces deja que vaya yo -pidió el agricultor-. A lo mejor es un año bueno"... La esperanza, en efecto, es el principal sostén de aquel que se dedica al campo. La gente campesina vive con los ojos puestos en lo alto. En los ranchos de mi tierra lo primero que al salir de su casa en la mañana hacen los hombres y las mujeres, y aun los niños, es volver la mirada al cielo. Lo hacen sin darse cuenta, por instinto. Buscan saber si hay nubes que prometan lluvia, o negros nubarrones de granizo, o si aquel día será de pleno sol. En México, por desgracia, muchos falsos campesinos, malos líderes, no viven de la tierra, sino del Gobierno. Ahora que el secretario de Agricultura -hombre de campo- quiere acabar esa viciosa situación, se topa con la obstinada resistencia de quienes dicen: "Los campesinos son de quienes los trabajan"... FIN.