Himenia Camafría, madura señorita soltera, se compró una granja. En su temprana juventud, alumna del Colegio de las Damas, leyó la "Oda a la vida retirada", de fray Luis de León, y esa lectura le inspiró bucólicos pensamientos que finalmente pudo concretar en su mayor edad. Lo primero que hizo Himenia al verse ya en su rural morada fue pensar en tener un gallinero. Fue con el granjero vecino y le pidió que le vendiera 10 gallinas y 10 gallos. "Señorita -le recomienda el hombre-, para 10 gallinas con un gallo tiene". "¡Ah no! -protesta la señorita Himenia-. ¡Promiscuidades en mi casa no!"... Cuando la Reina Victoria de Inglaterra se casó en 1840 con Alberto, príncipe de Saxe-Coburg-Gotha, sus tías le dieron consejos saludables acerca de la vida de casada. Una de ellas le dijo que el matrimonio imponía a la mujer ciertos deberes muy penosos a los cuales se tendría que resignar. Cada vez que Alberto, añadió la tía bajando la voz, le demandara el cumplimiento de uno de esos deberes -en su momento ella sabría cuál-, seguramente el más molesto e irritante de todos, Victoria, si no tenía ningún pretexto plausible que le permitiera evadir la obligación, debía someterse pasivamente, y dejar hacer, dejar pasar, según las normas de la fisiocracia. En esos momentos, aconsejaron las demás, le ayudaría mucho cerrar los ojos y ponerse a pensar en Inglaterra. Se celebraron, pues, las nupcias reales. Llegó la noche de bodas. Ya en el tálamo, Alberto interrogó con delicadeza a su flamante esposa a fin de saber si estaba impuesta de lo relativo a las funciones conyugales. Victoria contestó que sus tías le habían recomendado dejar hacer, dejar pasar, según las normas de la fisiocracia, y a más de eso cerrar los ojos y ponerse a pensar en Inglaterra. Autorizado por tales prevenciones Alberto consumó el matrimonio. En eso estaba, haciendo obra de varón, cuando advirtió que la respiración de Victoria se volvía anhelosa, que dejaba salir gemidos y ayes contenidos, y que se movía en modo entusiástico que ciertamente no cuadraba con la solemne majestad del Imperio Británico. "Mi amor -preguntó inquieto Alberto-. ¿Estás pensando en Inglaterra?". Con un grito triunfal selló Victoria el gozo de aquel inédito arrebato erótico: "¡Que se j... Inglaterra!"... En un restorán de medio pelo el cliente advirtió que en su sopa había un insecto. "¡Mesero! -llama con enojo-. ¿Qué clase de bicho es éste?". "Caballero -contesta el hombre con mucha dignidad-. Aquí se viene a comer, no a instruirse"... Don Cornulio tenía un compadre llamado Pitorreal. Un día, charlando con él, le hizo una revelación. "Mi esposa -le dijo- tiene una enfermedad en los oídos que le está causando sordera. No puedo dormir con ella, pues esa enfermedad es sumamente contagiosa". "¿Cómo dice, compadre?" -pregunta Pitorreal poniéndose una mano en la oreja para oír mejor... Un individuo de aspecto desolado entra en la cantina y dice al tabernero: "Señor: acaba de fallecer mi madre y no tengo dinero para darle cristiana sepultura. En tiempos más felices fue cliente asiduo de este bar. ¿Podría usted ayudarme?". El cantinero, compasivo como todos los de su oficio, le dice emocionado: "Permítame ofrecerle mil pesos". Va a la caja, busca en ella y luego se dirige al sujeto: "Tendrá usted que perdonarme: sólo le completé 800 pesos". "Está bien -contesta el hombre-. Lo demás dámelo de tragos"... Lleno de celo religioso el pastor de aquella iglesia de costumbres morales rigurosas le informa al jefe de consejo: "Alguien está fumando en la congregación, hermano. El busto de la hermana Calvinia sabe a tabaco"... FIN.