Antes el Informe Presidencial era un rito vacío de sentido. Ahora es un ritual vacío de sensatez. Recuerdo con nostálgica ternura una vivencia de mi juventud. Reportero novel de un periódico en mi natal Saltillo, asistía a la solemne ceremonia organizada por las autoridades locales para escuchar el Informe del Señor Presidente. Ese fasto suceso tenía verificativo -así decía el pliego invitatorio- en el salón de recepciones del Palacio de Gobierno. Al frente de la sala se ponía una mesa, y sobre ella un gran aparato de radio, pues no llegaba aún la tele a mi ciudad. El público que colmaba el recinto estaba formado por funcionarios y empleados estatales y municipales, presididos por el Secretario General de Gobierno, en ausencia del Gobernador, que había viajado por ferrocarril a la Ciudad de México para estar lo más presente posible en el histórico acto. Al lado del Secretario se sentaba el Alcalde, y junto a ellos los representantes de todas las fuerzas vivas de la población (las muertas ya no estaban). A la hora indicada el Secretario hacía una señal, y un gendarme designado especialmente para la ocasión encendía el aparato radiorreceptor. Lo hacía con grave y severo continente, pues no se le escapaba la importancia de la misión que se le había conferido. Los presentes escuchaban el Informe con atención profunda, casi con unción. Cuando el señor Presidente decía alguna frase sonorosa que recibía aplausos, los circunstantes aplaudían también y se ponían en pie ante el aparato. Afuera, en la plaza vacía, sonaba la voz presidencial por altavoces colgados en los postes a fin de que el pueblo pudiera escuchar también el trascendente Informe. Nadie lo oía, ni siquiera las palomas que consumaban sus idilios en las altas cornisas de la Catedral, pero el ritual se cumplía puntualmente año tras año, con la tranquilizadora monotonía de un reloj que marca siempre la misma hora... Al evocar todo eso siento, como el poeta de Jerez (NOTA ACLARATORIA: Ramón López Velarde), "una íntima tristeza reaccionaria". Esas formas son idas para siempre; esos modos políticos se antojan ahora tan pretéritos como los bailes de cuadrillas que se danzaban en los salones porfirianos. Ahora oímos sólo el sonido y la furia de una incipiente democracia. Añoro a veces, sobre todo en las tardes brumosas, aquella época de orden que acabó hace cuatro años. Entonces todo era concertado por una sola voluntad. Ahora, desconcertado, asisto al desconcierto actual. Y sin embargo este agitado tiempo -y lo que te rondaré, morena- es mejor que aquél de la pasada dominación priista. Creíamos entonces vivir en una sociedad tranquila: pero en verdad vivíamos en una tranquila suciedad. Aunque sea cayendo y levantando, a gritos y sombrerazos, como sea, sigamos caminando por este inédito camino, el de la democracia. Si a ese bien podemos añadir los de la plena libertad y la justicia, entonces, para decirlo con delicadeza, ya shingamos... Se acerca el día -será el próximo viernes- en que daré a las prensas el desbocado cuento conocido como "El Hombre en el Río de Hielo". ¿Conmoverase la República por causa de ese chascarrillo? No lo sé. Esperen mis cuatro lectores el tremendo relato de tal nombre... Un profesor de universidad anunció a sus alumnos: "Mañana les aplicaré un examen escrito. Sin excusa ni pretexto lo deberán presentar todos. Únicamente dos motivos podrían eximirlos de contestar la prueba: enfermedad grave o alguna muerte en la familia". Levanta la mano un travieso estudiante: "Maestro -pregunta con fingida seriedad-. Si esta noche tengo actividad sexual intensa, y mañana llego agotado al examen, ¿me permitirá usted dejar de presentarlo?". " No -responde igualmente serio el profesor cuando cesan las risas de los alumnos-. Puedes escribir con la otra mano"... FIN.