Sólo el cambio es eterno, postuló Heráclito de Efeso. Fiel a esa ley ineluctable doña Facilisa cambiaba de amante cada mes, generalmente los días 15, sobre todo si caían en viernes. Su abnegado consorte, don Astasio, conocía ya esa costumbre de la metódica señora, y se resignaba a lo inevitable. Lo único que hacía era apuntar en una libretita palabras denostosas para decirlas a su mujer cuando la hallaba en uno de sus eróticos desvíos. Cierto día el mitrado cónyuge llegó a su casa y encontró a su esposa en compañía de un mocetón membrudo y de embestida franca, como de becerro añal, pero silvestre en materia de erotismo. A leguas se veían su inexperiencia y su falta de imaginación, por lo cual doña Facilisa era la que llevaba las acciones. Fue don Astasio al chifonier en cuyo cajón guardaba la dicha libretita, y tras de consultar sus páginas volvió a la alcoba y desde el pie del lecho dijo a su esposa la última palabra que había anotado para ella: "¡Ménade!". No suspendió ella su labor por ese apóstrofe. El poder de concentración de doña Facilisa era legendario; se habría necesitado que una motoconformadora derribara los muros de la habitación para distraerla y hacerle perder el hilo de su actividad. Sin cambiar el tempo de su movimiento, que era de dos por cuatro, como de marcha de John Philip Sousa (1854-1932), la señora se dirigió a su esposo y le dijo: "Mitologías en este momento no, Astasio. ¿No ves que tengo visita?". ¡Cuánto habría disgustado esa respuesta al padre Errandonea, jesuita, gran erudito en antigüedad helénica y latina! Le habría dicho el ilustrado sacerdote a la mujer: "¡Pero si en la mitología está el alma de los pueblos, señora mía!". Con ese desdén por lo mitológico mostraba doña Facilisa la ligereza de su espíritu y su absoluta falta de cultura clásica. Bien hizo don Astasio, por lo tanto, en no dirigirse ya a ella. Mejor enderezó la voz hacia el rústico amador y le dijo: "Esto lo pagará usted caro, joven". "Señor -suplicó el mozo-. Al fijar el precio le ruego tomar en cuenta que no soy hombre de posibles. Estoy pagando el coche, y tengo saturadas las tarjetas. Además me encuentro desempleado". ¿Desempleado? pregunto yo. Quizá, pero en ese momento se estaba empleando a fondo. No dijo más don Astasio. Probablemente lo conmovió el alegato del mancebo. El caso es que salió de la recámara y fue a leer la prensa cotidiana. En sus páginas se percata día a día de que el País tiene problemas considerablemente más graves que los suyos, y eso le sirve de consuelo mejor que la lectura de Boecio. Preguntemos nosotros: ¿cuál es el mayor problema de México? Yo digo que la pobreza de su gente. De ahí derivan toda suerte de males. Y de riesgos, si mis cuatro lectores me permiten esa ominosa añadidura. Dejemos a don Astasio embebecido en la lectura de los papeles públicos y pensemos en la necesidad de un cambio por el cual la actividad del Gobierno se oriente en modo principal al beneficio de los pobres. Hay que ir hacia ello, antes de que ellos vengan contra nosotros. No se trata de verlos como menores de edad o incapacitados que necesitan de tutela. Se trata de reconocer que en México la obra de los gobiernos ha beneficiado a los poderosos, y no a los marginados; de recordar que sin justicia no pueden existir ni la democracia plena ni la completa libertad. No quiero preocupar con esto a la República. ¿Quién soy yo para preocupar repúblicas? Quiero tan sólo poner los puntos sobre las íes, o el acento, si es necesario, como por ejemplo en alhelí, jabalí, ajonjolí, hurí y rabí, aunque estas dos últimas palabras no queden muy bien juntas... FIN.