Estoy a punto de terminar los trámites tendientes a la publicación en esta columneja del chascarri-llo intitulado "El consuelo en la desdicha" o "Bálsamo del afligido". Las más osadas revistas sicalípticas no se han atrevido a dar a la luz pública ese cuento. Si aquí lo saco es para demostrar que no fueron en vano los esfuerzos libertarios de los hombres que hicieron la Revolución Francesa. En paz descansen esos valientes luchadores, y nosotros no permitamos que se pierda su legado... Es una pena que en el ánimo de muchos vaya a quedar como nota o recuerdo principal del Congreso Eucarístico de Guadalajara la deplorable manifestación hecha por el cardenal Javier Lozano Barragán –mexicano, para vergüenza nuestra-, ministro de Salud del Vaticano, en contra de las personas homosexuales. No tuvo tino ni prudencia el purpurado al hacer esa declaración. Le faltó, sobre todo, caridad cristiana. Su prédica no es de amor y comprensión, antes bien convoca a la intolerancia y propicia la hostilidad de que aun son objeto los homosexuales. Ahora bien: las reformas legislativas promovidas en España han vuelto a poner en la mesa de las discusiones (mesa enorme debe ser ésa, pues todas las discusiones se ponen sobre ella) el tema de las uniones entre personas del mismo sexo. Yo pienso que la Iglesia Católica está en su derecho de negarse a sancionar tales uniones, pues en los términos de su doctrina el matrimonio es un sacramento que consagra la unión por toda la vida de un hombre y una mujer a fin de procurar su bien y la generación y educación de la prole. Considero, sin embargo, que la Iglesia no puede impedir que los gobiernos legislen en lo que para ellos es un contrato civil que, establecido originalmente para sancionar la unión de los esposos, bien puede extenderse a fin de regular la unión de personas del mismo sexo, las cuales, por su propia calidad de personas y por la igualdad de que todos deben gozar ante la ley, tienen también derecho a que su unión –vale decir su contrato- sea objeto de regulación jurídica. Asimismo la Iglesia se opone al divorcio, y sin embargo ya éste es admitido en forma unánime por las legislaciones civiles. Decidan los eclesiásticos en los asuntos que tocan a su ámbito de jurisdicción, pero no pretendan imponer sus concepciones en esferas que corresponden a la sociedad civil y a la potestad del Estado. Ojalá en México gane más terreno la justa lucha de las personas homosexuales por obtener el respeto que merecen y el pleno reconocimiento de sus derechos... El padre Arsilio oía en confesión a una mujer joven. Le dice ella: "Un estudiante de Leyes pretendió seducirme, padre, pero me resistí". "Bien hecho, hijita -la felicita el sacerdote-. La virginidad es don muy grande, no importa que el Señor lo haya puesto en lugar a mi parecer poco adecuado. Él sabrá por qué lo hizo". Prosigue la muchacha: "También un estudiante de Ingeniería, otro de Medicina y otro de Relaciones Industriales pretendieron conseguirme, e igualmente me negué. Pero luego otro estudiante me buscó para lo mismo, y a él sí le rendí mi integridad". "¿En donde estudia ese joven?" -inquiere con severidad el padre Arsilio. Responde la chica muy apenada: "Está en el seminario". Al oír eso el padre Arsilio se pone en pie y prorrumpe con entusiasmo: "¡Seminario, Seminario, ra ra ra!"... Otro cuento del padre Arsilio. Tenía una feligresa que era madre ya de 15 hijos. Le dice un día la mujer: "Me gustaría ya no tener más, pero mi marido quiere amor todas las noches, de modo que la cosa está c...". "No digas malas palabras en la iglesia -hija -la reprende el buen sacerdote-. Mira: si ya no quieres más familia, cuando llegue la noche y tu marido quiera amor, tú ponte a rezar". Replica la señora: "Pero es que aparte de querer en la noche también quiere en la mañana y en la tarde". Dice entonces el padre Arsilio, resignado: "Tienes razón, hijita. La cosa está c..."... FIN.