Mi casa está llena de Nacimientos. Los hay de todos los tamaños: desde uno tallado en un grano de arroz -con lupa hay que mirarlo- hasta otro cuyas figuras son casi de tamaño natural. Los hay de muy diversos materiales: de barro -de esa materia estamos hechos los humanos-, de cristal, de madera, de plomo, de papel, de cera o porcelana... Tenemos un Nacimiento hecho de jabón y otro formado con hojas de elote. Los hay de todas partes y de todos tiempos desde el primero, traído de la luna de miel, hasta el último, que la semana pasada llegó de Tonalá, Jalisco, en compañía de un ángel somnoliento... No son tan bellos nuestros Nacimientos como aquel que ponía Pellicer; ni tantos como los más de 2 mil que tiene el Padre Tapia en Monterrey; ni tan espléndidos como el que me mostró en su hostal "El Delfín", de Salamanca, don Florentino López Lira, que abarca desde la creación del mundo hasta el Apocalipsis. Pero cada uno de ellos nos dice algo, y cada figura tiene su propio ser y una distinta historia. Aquí está el ciego con su lazarillo, que en vano se esfuerza por explicar a su amo lo que ve; allá esa pastora encinta que siente latir en sí su propia Navidad; al pie de las colinas el aprisco: los pastores dejaron sus ovejas para ir a adorar al Niño, y el lobo las está cuidando; en la ciudad de casas de cartón el azorado posadero que no tuvo lugar para los peregrinos ahora se mira solo en medio de tanta maravilla; al lado del portal un insólito cartero -quizá creación del gran Panduro, el Miguel Ángel del barro en Tlaquepaque-, mensajero de la tierra frente al nuncio de los cielos; y sobre la cascada, figurada entre el musgo con papel de plata, un angelillo diminuto embarcado en una cáscara de nuez, asido con gran temor de los costados de su nave a punto de precipitarse por la catarata... Yo camino de noche entre esos Nacimientos; me vuelvo en ellos heno y barro. Y soy de pronto el ermitaño con sus dudas entre la Teología de Dios y la otra Teología, la de la Mujer; y luego soy Bartolo, el ocioso pastor dormido ante el milagro; o soy la blanda mula franciscana que nada tiene que dar a ese prodigio más que asombro. Visito el portal, tan pequeñito que en él pudo caber el más grande de todos los Misterios, y visito también la caverna en donde el diablo habita, rojo con el brillante resplandor que todos los espíritus malignos hacen emanar de sí. Y voy y vengo por mis Nacimientos, y en ellos vuelvo a nacer cada año, niño como el de ayer, cantor de un canto que todavía no acaba, para pedir posada... Desde esos Nacimientos escribo hoy -desde ese nacimiento-, florecido otra vez, como cada año. Y tomo mi estrella, y el musgo, y la rosa; y de mi propio barro construyo el ángel y el demonio. Y desde mi Nacimiento, que los junta a todos, digo mi gloria a Dios en las alturas y pido con humildad unirme al grande coro de los hombres de buena voluntad que en medio de la desesperanza esperan, y cercados por el escepticismo creen, y ceñidos por la maldad buscan ser buenos, y sobre la indiferencia -peor que el odio- aman con un amor empecinado que no se rinde nunca, y en las oscuridades encienden su luz de modo que brille para ellos y para los demás, y en el estrepitoso vocerío ponen una sencilla canción que canta quedamente, pero que nunca deja de cantar... FIN.