Babalucas se unió a una banda de asaltantes. Error tremendo: el crimen, igual que algunas compañías de seguros, nunca paga, y si lo hace es con regateos, morosidades y rebajas. Debió mejor buscar el puesto de chofer y encargado de logística de algún político preocupado por el bien del pueblo. En su primer día de asaltante Babalucas recibió del jefe de la banda, don Hamponio, el encargo de cuidarle las espaldas. Arduo trabajo, si se considera que el hombre era espaldón. Llegaron los maleantes en un coche a las puertas del banco que iban a asaltar. De pronto, para asombro de los bandoleros, Babalucas empezó a recitar con acento grandilocuente y trágico: "Ser o no ser: he aquí el dilema. ¿Qué es más elevado para el espíritu: sufrir los golpes y dardos de la adversa fortuna o levantar las armas contra un piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas?...". Don Hamponio pensó que su novel secuaz se había vuelto loco. "-¿Qué te pasa? -le dice con enojo-. ¿Qué tonterías estás diciendo?". "-Cumplo sus órdenes, boss" -dijo Babalucas escupiendo por un colmillo y echando una moneda al aire varias veces. Y es que a fin de prepararse para la vida delincuencial había visto varias veces "El enemigo público", película de James Cagney (1931, con Jean Harlow), y "El pequeño César" (1930) con Edward G. Robinson y Douglas Fairbanks Jr. "-¿Mis órdenes? -se impacienta don Hamponio-. ¿Qué orden dí que te hace salir con esa necedad que sólo a un tonto se le podría ocurrir: ‘Ser o no ser, he aquí el dilema’?". Replica Babalucas: "-Oí claramente su orden, boss. Cuando llegamos a la puerta del banco usted dijo: ‘Ha llegado el momento de actuar’"... Quien esto escribe, y yo junto con él, piensa que el valor supremo es la vida. Ante él debe ceder cualquier credo, cualquier ideología. Debemos defender la vida contra todas las formas antinaturales de la muerte: el aborto, la pena capital, la guerra, el crimen, los genocidios, la tortura... Por encima de toda idea abstracta, religiosa o política, hay que poner el don sagrado de la vida. Ésa es la única teología en que todos deberíamos estar de acuerdo. La Iglesia Católica, a la que sin merecerlo pertenezco, es defensora de la vida, y por eso se opone al aborto, que sin lugar a dudas atenta contra una vida humana, contra una persona que existe desde el momento mismo de la fecundación. Lo que le falta a esa persona para ser como tú o como yo es solamente tiempo. Y el tiempo es un factor accidental que no toca a la esencia de la persona humana. Una persona no es menos persona por tener 80 años y no tener ya 20, o por tener nueve meses de haber sido concebida, o cinco, o tres, o uno... O, para el caso, una hora o un minuto. Lo que desconcierta a muchos -entre ellos a mí- es que la Iglesia Católica condene el aborto pero permita todavía la pena de muerte. Por otra parte la Iglesia impone ordenamientos que nadie o pocos cumplen, y se hace de la vista gorda ante su incumplimiento. No creo errar si digo que la mayoría de las mujeres católicas en México recurren a algún método de control natal de los vedados por la Iglesia. No hay peor ley que la que nadie cumple. La Iglesia prohíbe la píldora, el condón y todos los métodos anticonceptivos que no se basen en el ritmo, y millones de sus feligreses desoyen esa prohibición. Pero la Iglesia les permite comulgar aun a sabiendas de que persistirán en su "pecado". Por eso la Iglesia enfrenta oposición y críticas cuando -con apego a la verdad, a su doctrina y a los valores de la vida- prohíbe los métodos abortivos: le quitan autoridad su falta de coherencia y su ambigüedad, esa ambigüedad que se ve obligada a practicar para no seguir perdiendo su ya de por sí menguada feligresía. En vez de propiciar ese fariseísmo la Iglesia debería renovarse en este campo, igual que en otros ya se ha renovado... FIN.