Había en mi ciudad un señor cuyo nombre no diré, pues no quiero turbar el descanso de que goza ya, descanso que no es el de la jubilación, a menos que morir sea jubilarse de la vida. Este señor era pequeño de estatura. Tenía natural manso y pacífico, a diferencia de muchos de su alzada, que suelen ser baladrones y pugnaces. Esa moda -la del chaparro belicoso- la impuso Napoleón. El señor de mi historia tenía talante franciscano; era afable, sonreía con suave sonrisa lo mismo ante las buenas cosas de la vida que frente a sus quebrantos. Se parecía a don Ramirito, el entrañable y bello personaje de la tira cómica que publica el talentoso Fraga -Francisco García Aldape- en "Palabra" de Saltillo. Aquel señor que digo trabajaba de tenedor de libros en un comercio de la localidad. Ahí ganaba para dar un mediano vivir a su familia, formada sólo por su esposa y por la madre de ésta, o sea su suegra, pues en su matrimonio no hubo descendencia. Quizá por contagio de su oficio, el de la teneduría, la vida de este señor era un discurso del método. Del trabajo a su casa y de su casa al trabajo: he ahí el compendio de su vivir. Sólo de vez en cuando rompía esa rutina. Pero lo hacía con estridencia. De repente, como en súbito gesto de rebelión ante la grisura de su vida, se ponía una borrachera de padre y señor mío. Lo hacía siempre en sábado, y solo, pues no tenía amigos. Iba a una cantina de barriada y se gastaba el sueldo de una semana en esa épica pea que acontecía allá cada seis meses. El final de aquellas ocasionales pítimas era el mismo siempre. El señor llegaba a su casa en horas de la madrugada, tambaleándose. Abría la puerta con dificultad, como Calvero en "Candilejas", subía trabajosamente la escalera y llamaba con grandes golpes a la puerta del cuarto donde dormía su suegra. Ésta se despertaba asustadísima, encendía la luz, se echaba encima su bata y abría luego la puerta. De manos a boca daba con su yerno, que batallaba por mantener el equilibrio. El pequeño señor elevaba todo lo que podía su estatura, asumía un gesto de mucha dignidad y luego tartajeaba solemnemente estas palabras: "-Señora: ingue usté a su ma...". Dicho lo anterior hacía una parsimoniosa reverencia y se iba a dormir la mona. Al día siguiente, cuando bajaba a la cocina en busca de algún remedio para la cruda que sufría, encontraba ahí a su esposa y su suegra hechas un mar de lágrimas. "-¿Qué les pasa?" -preguntaba lleno de inquietud. Su alarma era sincera: no recordaba nada de lo acontecido, y además -lo dije ya- estaba crudo, y no hay hombre más humilde que un crudo. "-¡Y todavía preguntas qué nos pasa! -gemía la señora-. ¡Anoche llegaste bien borracho y le mentaste la madre a mi mamá!". Las dos plañían otra vez al recordar la ofensa. "-Pero, señoras mías -replicaba muy afligido el pequeño señor-. ¿Cómo se les ocurre hacerle caso a un borracho?"... Lo mismo podría decirse al congresista norteamericano que exige una disculpa con motivo de los abucheos y gritos hostiles que profirieron los asistentes al partido de futbol soccer, en Guadalajara, entre las selecciones de México y los Estados Unidos. Pero, señor mío, ¿cómo se pone usted a hacerle caso a una turbamulta futbolera? Las muchedumbres son inconscientes, como los borrachos, y más en los estadios de futbol. Además, señor congresista, tome usted en cuenta que un jugador norteamericano había provocado el enojo de la gente, la víspera del juego, al mear -un gesto de provocación y ofensa- en medio del campo de entrenamiento. Nosotros no esperamos una disculpa por parte de ese meón. Olvidemos mejor este torneo de estupideces y majaderías, y aquí no ha pasado nada... FIN.